HISTORIAS DEL CENTRO

¡Bruja, más que bruja!

La plaza denominada Panderete de las Brujas fue el lugar más temido de Córdoba 

¡Bruja, más que bruja!

¡Bruja, más que bruja! / Diario CÓRDOBA

No sé ustedes, pero yo oigo hablar de brujas y se me abren las carnes. Es que me gustan mucho, muchísimo. Desde chica me han fascinado estas mujeres y todas las historias rocambolescas inventadas en torno a sus figuras, para mí, fascinantes. Siempre que las pienso acude a mi cabeza la imagen de unas féminas rebeldes que pasaban del qué dirán en unos tiempos en los que pensar de manera soberana e independiente, obviando los mandatos y recomendaciones de quienes manejaban el cotarro, era absolutamente censurable y motivo suficiente para llevar a alguien ante los tribunales y condenarle con injustas penas. (¿He escrito usando un tiempo verbal pasado?) No te digo ya nada si encima eras mujer y, para más inri, empeñada en sacar los pies del tiesto y dejar para otro día lo de coser y bordar y demás labores domésticas, las únicas tareas para las que estaban predestinadas desde su nacimiento. 

Toda ciudad que se precie tiene sus historias de brujas, cuentos que han mantenido entretenido al personal, que les ha dado vidilla y, que, dicho sea de paso, a ayudado a alimentar el miedo a lo distinto. Y en Córdoba, por supuesto, no íbamos a ser menos. 

Fíjense si nos vinimos arriba en cuanto a las brujas se refiere que hasta tuvimos una plaza en su honor. Bueno, no exactamente, más bien para recordar las fechorías de estas mujeres del demonio.

La plaza, que antaño denominaron como Panderete de las Brujas, estaba situada en el barrio de Santiago. Ese espacio aún existe, aunque en la actualidad no tiene un nombre propio sino que se corresponde con un ensanche de la calle Ravé, que a su vez debe su nombre al apellido de una ilustre familia, la Gutiérrez Ravé, que desde antiguo mandó construir una gran casa. 

Cuenta el escritor decimonónico Teodomiro Ramírez de Arellano en sus Paseos por Córdoba que aquel sitio fue «el mas temido de Córdoba desde que la noche la envolvía en sus tinieblas» ya que había «quien decía que allí se reunían todas aquellas endemoniadas y que, después de ejecutar algunas misteriosas danzas al son de una pandera, salían volando cada cual a lugar destinado de antemano y por orden de la principal». Otros explicaban que «allí inmolaban a la sencilla joven o al inocente niño que asían entre sus garras, pero todas estas creencias del vulgo, fomentadas por su supersticiosa ignorancia, debían fundarse en algo, y esto es lo que nadie explica». Ramírez de Arellano se pregunta el origen de aquella patraña e «investiga» sobre el caso, pero solo da con dato «siquiera verosímil: dicen que en aquel lugar vivió una de esas embaucadoras que con ciertos untos y ceremonias fingían adivinar cuanto los incautos le preguntaban, celebrando de noche sus reuniones con otras de igual jaez y entre todas estafar al público, fingiendo tener pactos con el diablo para conseguir lo que deseaban, siguiendo en su industria hasta que la Inquisición puso coto a semejante superchería». 

La Inquisición encontró un filón con estas mujeres e historias y dictó condenas ejemplares para que el personal captara la indirecta. Y persiguieron a todo quisque. Y si no, como recuerda Ramírez de Arellano, que se lo digan al médico y erudito Andrés Laguna, prestigiosísimo farmacólogo y botánico que fue galeno personal de Carlos I, Felipe II y del Papa Julio III. Pues ni éste se libró de las sospechas inquisitoriales por ser de la opinión de que las brujas y «los tentados por el diablo eran dignos de compasión», puesto que «obraban en virtud de un alucinamiento producido por ciertas fletaciones que exaltaban la imaginación durante el sueño». Y es que al parecer, Laguna, «a fuerza de trabajo y dinero, se hizo amigo de una de las hechiceras de más fama, consiguiendo al fin que le vendiese el bálsamo que daba a los que iban en su busca». Analizó el producto y comprobó que tenía «muchas y diversas plantas aromáticas», y después convenció a una criada para que se dejase untar aquel aceite» y veló sus sueños por la noche. Al despertar, tras un «sueño fatigoso», contó «tantos desatinos y de tal naturaleza, que no le dejó duda de que había pasado aquellas horas soñando». Y el médico quiso experimentar aquello y se puso un poco de bálsamo en las muñecas, pero solo un poco, y durante la noche tuvo «algunos ensueños, por cierto bastante lúbricos: así vio prácticamente que todo aquello de las brujas era un solemne engaño». Lúbricos, dice.