efemérides literaria

Pablo Neruda, 50 años después

Carlos Clementson recuerda los últimos momentos del escritor chileno, fallecido hace ahora medio siglo, y la vileza con la que se comportaron los militares tras el golpe militar de Pinochet

Ilustración de Juan Hidalgo del Moral dedicada a Pablo Neruda. | JUAN HIDALGO DEL MORAL

Ilustración de Juan Hidalgo del Moral dedicada a Pablo Neruda. | JUAN HIDALGO DEL MORAL / Carlos ClementsonCarlos Clementson

La madrugada del 11 de septiembre de 1973 se iniciaba la rebelión militar que habría de derrocar la legalidad constitucional de Chile, uno de los escasos, por no decir el único, de los países iberoamericanos de una nunca desmentida tradición democrática. A las 2 de la tarde de ese mismo 11 de septiembre caía materialmente acribillado a balazos, con las armas en la mano, el presidente Salvador Allende, amigo personal de Neruda y compañero de paralela aventuras cívico-política. El premio Nobel chileno, aquejado de una ya crónica dolencia cancerígena en su casa de Isla Negra, pero que iba sobrellevando con naturalidad, no tardaría en acompañar a su amigo, como si ambos se hubieran puesto tácitamente de acuerdo en no respaldar, ni siquiera pasivamente, con su viva presencia física, el oscuro período de represión e ignominia que comenzaba a cernerse sobre las australes latitudes chilenas. Inmediatamente después los militares insurrectos confiscaban, prohibían y retiraban de las librerías en camiones las obras del poeta, convertidas de la noche a la mañana en un muy peligroso arsenal de verdades justicieras contra los nuevos y sangrientos usurpadores del poder chileno.

Y en la madrugada del 24 de septiembre las emisiones radiofónicas daban la noticia escueta del fallecimiento del poeta en el centro mismo de la vorágine de sangre y de espesura que se abatía, como un turbión oscuro, sobre el limpio rostro andino y oceánico de su patria.

Poco después del golpe fue allanada su casa de Isla Negra por fuerzas militares, así como su domicilio también en Santiago, buscando, en su delirante obsesión represiva, un inexistente depósito de armas o algún refugio de opositores. Encontraron tan sólo a un gran poeta enfermo, postrado en su lecho, a su compañera, Matilde Urrutia, «la de nombre de planta, aceite o vino», y sus libros. Angustia solidaria, amor y poesía, eso era todo lo que pudieron encontrar después de tan peregrino registro. Armas, ninguna; a no ser que se interpretara la flor limpia y humana de la poesía, tal como la viera Gabriel Celaya, como «un arma cargada de futuro». Pero esas armas poco podían hacer en aquel momento.

Unas jornadas trágicas

Luego, agravado súbitamente el poeta por la terrible impresión de los hechos, vendría la precipitada marcha en automóvil hasta Santiago con las carreteras cortadas. Y en la carretera las detenciones y reiterados registros por las patrullas militares. Luego, la espera de cualquier posible desenlace, con muy pocos amigos --todos estaban siendo perseguidos-- en la soledad de la clínica santiaguina, y con el toque de queda, el trepidar de las descargas y los fusilamientos cerca del río Mapocho, en el silencio aterrador de la interminable noche chilena ante el dolor, el espanto y la angustia del poeta enfermo. «El cadáver de Víctor Jara despedazado. ¿Usted no sabía esto? ¡Oh Dios mío! Si esto es como matar un ruiseñor, y dicen que él cantaba y cantaba, y que esto los enardecía...». Y sigue contando Matilde Urrutia: «De repente me quita sus manos, que se las tengo tomadas; se toma el pijama con las dos manos y se lo desgarra, gritando: ‘¡Los están fusilando! ¡Los están fusilando a todos!’».

«Poco después del golpe fue allanada su casa de Isla Negra por fuerzas militares, así como su domicilio también en Santiago...»

De pronto, y de modo inesperado, a la mañana siguiente estaba en coma. El domingo 23 fue su último día. Murió ese domingo por la tarde. El día anterior había escrito en la cama su último poema-testamento, el que cierra su último libro, ‘El mar y las campanas’, con un postrer envío a su esposa: «Matilde, años y días / dormidos, afiebrados, / (…) tus manos voladoras / en la luz, en mi luz, / sobre la tierra. // ¡Fue tan bello vivir / cuando vivías! // El mundo es más azul y más terrestre / de noche cuando duermo / enorme, adentro de tus breves manos».

Luego, de cuerpo presente en los sótanos helados y siniestros de la clínica, trágicamente escamoteado al interés de la opinión pública mundial, y con la sola compañía de su mujer, la pesadilla se hizo más sombría. Y la tragedia más sórdida y estúpida con el saqueo y destrucción de la casa del poeta en el Cerro de San Cristóbal, en Santiago, por los partidarios del nuevo régimen. Como cuenta su esposa, una demolición furiosa y brutal, hecha con odio.

'REQUIEM PARA PABLO NERUDA’

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¿Por qué matan primero a los poetas estos hijos de puta, Federico? ¿Por qué cortan el cuello a la palabra? ¿Por qué siegan en flor la poesía y matan al cantor de madrugada de unos tiros que aún siguen resonando en mitad de un barranco, entre las sierras más puras y más tristes de Granada, mientras lloran las fuentes de la vega y se oculta la luna entre unas nubes con asco de alumbrar tanta vergüenza? ¿Por qué ha de morirse en Salamanca del dolor de su patria Don Miguel? ¿Y por qué ha de acabar allá en Collioure aquel hondo español de Andalucía, asumiendo en su drama personal la doliente tragedia de su pueblo? ¿Por qué dejan morirse en una cárcel de pena y soledad a aquel cantor pastoril de las huertas de Orihuela y los niños yunteros de una España amarga de miseria y malandanza? ¿Por qué matan primero a los poetas estos hijos de hiena y de chacal, de unos tiros que aún siguen resonando como un eco de infamia entre los montes que custodian la Alhambra entre arrayanes, o inyectando una dosis de veneno de la bacteria «clostridium botulinum» a traición a un enfermo de la próstata en aquel hospital de Santiago en poder de la Junta Militar? ¿Por qué ultiman con pérfida vileza al máximo cantor, Pablo Neruda, que aguardaba exiliarse pronto en Méjico, y a la espera de un salvoconducto, como al chófer Manuel Araya Osorio confesó entre dolores nuestro Nobel: «Me pusieron, Manuel, una inyección en mitad del estómago y ahora estoy quemándome por dentro». De noche y a traición, de la manera más sórdida y cruel, contra un enfermo acogido al umbral de la Cruz Roja, profanando la paz de un hospital. ¿Tanto miedo les da la poesía? ¿Tanto temor les causan las palabras? ¿Tanto pánico les da tu sombra, Pablo? ¿Tanto miedo le das al general? ¿Tanto temor a las Fuerzas Armadas? Hatajo de cobardes, ¿tanto miedo os infunde el cantor, el inmortal? Ellos no existen ya, son nadie, ni sus nombres merece ya la pena pronunciar. Tú, sin embargo, Pablo, sigues vivo, vivo como las aguas de tu mar, vivo como tus bosques en la lluvia, vivo en tu compromiso fraternal, vivo en la entraña humana de las minas que encienden con tu luz su oscuridad, vivo en la nieve eterna de los Andes, vivo en tu palabra cereal, vivo en las cuatro puntas de la rosa, vivo en cada oda elemental, vivo junto a la espuma de Isla Negra, vivo en tu residencia terrenal, vivo en el corazón de los chilenos, vivo en las ensaladas y en el pan; vivo en cada una de las páginas de tu gran testamento universal.

Destrozaron los libros, hicieron añicos las cerámicas y cristales, acuchillaron los cuadros, las pinturas, los diplomas. Hubo un conato de incendio en el jardín, que consiguieron apagar los propios vecinos. La vivienda quedó deshecha y anegada por la desviación de una tubería que venía de lo alto. Una destrucción irracional y gratuita, estúpida y estéril, que no era sino el reflejo de la larga noche criminal y siniestra que comenzaba a abatirse sobre Chile.

Fue el lunes 24 cuando Matilde Urrutia quiso que el poeta fuera velado precisamente aquí, en su casa destrozada por la barbarie, en medio de tanta desolación y ruina. Sobre un gran charco flotaban aún pedazos de libros rotos. Matilde recuerda el ruido de los cristales al pisarlos, como desoladora música de fondo a tanta tristeza para todos aquellos que se acercaban al cadáver, en medio de los despojos y recuerdos mancillados de un poeta universal.

Tiempo después fueron publicadas las dramáticas fotografías del velatorio. Ni el más descarnado neorrealismo cinematográfico pudo llegar a un tan desalentador patetismo, ni la dictadura chilena a una más reveladora ignominia. El poeta, muerto, en medio de tal desolación, se convertía en la más expresiva acusación contra aquella banda de militares insurrectos.

«Se cumplen ahora cincuenta años de toda esta tragedia, impensable en un país civilizado como Chile...»

Se cumplen ahora cincuenta años de toda esta tragedia, impensable en un país civilizado como Chile. La prensa de aquel día recoge en una noticia de agencia el comunicado de la Junta Chilena al respecto. Dice así con un característico estilo: «El gobierno de Chile y su pueblo lamentan la muerte, después de una larga enfermedad, del poeta nacional Pablo Neruda, que en la descripción de nuestras bellezas, el espíritu de la raza y los sentimientos humanos, alcanzó la consagración dentro del arte. Merecedor, después de la insigne poetisa Gabriela Mistral, del Premio Nobel de Literatura, es y será uno de los motivos de orgullo de nuestra cultura nacional».

Pocas veces el cinismo pudo rayar a mayor altura.

Los últimos análisis

Pero ahí no quedaba todo. Medio siglo después, todos aquellos funestos acontecimientos revelaban un cariz aún más ominoso y trágico, pues los últimos análisis médicos, realizados por el Centro de ADN Antiguo de la Universidad MacMaster (Canadá) y la Sección de Genética Forense de la Universidad de Copenhague (Dinamarca), han venido a confirmar las fundadas dudas sobre la muerte de Neruda que, entre otros, planteó el mismo chófer del poeta, Manuel Araya Osorio, en 2011, quien lo acompañó en la clínica en espera del salvoconducto para el viaje, y que posteriormente fue detenido. Araya, en la revista mejicana ‘Proceso’, aseguró que Neruda no se encontraba tan débil como lo había presentado la prensa, y que la razón por la que voluntariamente se hospitalizó por su propia voluntad el 19 de septiembre era para hacer más factible su viaje a Méjico el 24 de ese mes, desde donde pensaba encabezar la oposición a la Junta Militar sublevada. Allí Neruda sufriría una mortal agresión médica que acabaría con su vida.

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