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El gran espectáculo

Las bandas cofrades, en el Patio de los Naranjos (imagen de archivo)

Las bandas cofrades, en el Patio de los Naranjos (imagen de archivo) / Manuel Murillo

Rafael Carlos Roldán Sánchez

Rafael Carlos Roldán Sánchez

Horas y horas de ensayo, frías noches y calurosos días. Cansancio, mal humor, esfuerzo y trabajo, mucho trabajo, porque hay que afinar, buscar el tono exacto, leer la nota correcta y, además, enseñar a algunos que llegan nuevos.

¡Qué difícil fue encontrar un lugar para ensayar! Nadie nos quiere cerca porque molestamos y tenemos que soportar visitas de la Policía cuando algún vecino se aturde con el solo de corneta.

Marco es un buen músico. Los registros que consigue con su corneta son inalcanzables para el resto; por eso, cuando se pone a soplar en uno de esos giros interminables que dan los pasos de misterio, se hace un silencio en la calle que deja a todos pendientes de cuánto aguantará la nota sin hacer una pausa, para estallar en el aplauso que llena a nuestro músico de orgullo y premia así el duro trabajo de todo un año.

Aguanto, aguanto y… Respiración, ahora, más fuerte... Por fin terminé. Ya veremos cuánto tiempo me dura el pulmón. Cada vez cuesta más. Sergio me dice que le rece al Señor para que me dé fuerzas y pueda seguir así, pero... Es que no puede ser, no lo entienden y no lo voy a hacer. Yo soy ateo y sólo toco en la banda porque me gusta.

La música era la gran pasión de Marco, pero sentía que no conectaba lo suficiente con los titulares tras los que tocaba en Semana Santa. Era un virtuoso, pero tal vez no conseguía el «alma» para llegar a ser excepcional.

Sabía que había muchos más como él y que formaban parte de un espectáculo, de una representación cuya esencia no era otra que atraer turistas y público que dejaban cascadas de dinero por tiendas, bares y hoteles. Marco era una pieza más de un engranaje y poco le importaba qué hondo misterio se traslucía en la Pasión de Jesús. No creía en nada, pero, eso sí, tocaba como los mismísimos ángeles.

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