Opinión | Cosas

Visite nuestro bar

Pablo Iglesias se ha hecho tabernero. «Taberna Garibaldi» se llama esta aventura empresarial

En unos tiempos no tan lejanos, una expresión muy provinciana que avivaba las comidillas de los parroquianos era que Fulanito se ha metido a cura. La llamada de Dios avivaba conversaciones ajenas, con la ambivalencia de ese chisme, que se apiadaba de la renunciación de los consagrados al tiempo que rendía cuentas a la autoridad de su magisterio. No ocurría lo mismo cuando la vocación, o los derroteros de la vida, te llevaban a ser tabernero. No entraba en los mentideros por una simple cuestión piramidal, como esas cien tabernas y una librería que Pío Baroja adjudicó a la Ciudad Califal.

El bar, la versión moderna de las tascas, encontró su mayor empuje con los estragos del desarrollismo, siendo el valor refugio de aquellas indemnizaciones que apenas podía costurar la reconversión industrial. Nada que ver con quienes querían enfocar su halo emprendedor en este negocio o picar, como culillos de mal asiento, en un sector tantas veces ingrato pero que, de cuando en cuando, expía la soledad.

Pablo Iglesias se ha hecho tabernero. Los que se desloman con el oficio, haciendo las maitines pujando por el mejor género en las lonjas, recelarán de esta aproximación pijiprogre al sector de la restauración. Porque es más que probable que las fuentes del señor Iglesias no sean las habichuelas, sino ese halo de marmitas revolucionarias que siempre fueron las mesas de estos establecimientos. Seguramente se habrá remontado al parisino Café Procope, donde Voltaire perpetuó su adicción cafetera y abonó junto a Diderot, en esas francachelas libertarias, las semillas de la Revolución Francesa. Habrá emulado que El Capital se fraguó entre los hollines londinenses, en la neblina permanente del tabaco y los bebedores de absenta. También es inmensa la nómina de escritores que hicieron de esas mesas barnizadas de alcohol sus lugares de trabajo. Aunque no hará falta recordarle que la agitación conspiradora de las tabernas no es patrimonio de la izquierda. Ahí está el Putsch de la Cervecería de Múnich, donde Hitler incitó a sus monstruos en primera convocatoria.

«Taberna Garibaldi» se llama esta aventura empresarial. Un nombre cuqui, eufónico y marchamo acorde con el ideario podemita, con el pequeño detalle que el carismático líder trasalpino combatió por la reunificación italiana y esta izquierda parece tolerar bien el cuarteamiento del Estado. El bar de Iglesias sirve un cóctel con un nombre ambivalente: Durruti Dry Martini, la complicada mixtura del Madrid del «No pasarán» y la difícil encarnación del líder anarquista en el papel de James Bond. Hay querencias en su carta hacia la Floridita cubana, pues no se puede ser rojo sin un mojito. Incluso te ofrecen un salmorejo partisano, como si al majao del pan y el tomate le incluyesen el toque especial de las guerrillas.

Iglesias se ha dejado retratar secando los vasos de su negocio, a mitad de camino entre el estoicismo y la cultivada mala follá de los taberneros. Quizá a él no le desagrade que lo comparen con el polivalente cantinero de ‘Irma la Dulce’, aunque meterte a Gramsci entre copa y copa te acerque más al siniestro barman de ‘El Resplandor’. A los pocos días de abrir, su distinguida clientela se ha encontrado el cartel de cerrado por avería en las conducciones de agua. Las malas lenguas podrían decir que ha sido cosa de los fontaneros de la Moncloa, el desquite frente a quien contemplara desde el otro lado los seguros sociales de sus empleados. La promoción ya está hecha, gracias a los memes y a la capacidad mediática del nuevo empresario. Por si acaso, la pareja de Irene Montero podría proclamar aquello de «visite nuestro bar», pero esa consigna es territorio de Hombres G, con un perfil más ayusero. O qué más da. El business es el business.

* Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor

Suscríbete para seguir leyendo

TEMAS