Opinión | Cosas

Iribar

Con solo veintiún defendió la portería en aquella mítica selección del gol de Marcelino, la primera Eurocopa

Iribar llevaba el otro día una gorra en el palco de autoridades de la Copa del Rey, como hacen los portadores del anillo ganador de la NBA. Fuera de posicionamientos ideológicos, hay una egoísta satisfacción en saludar la longevidad de personajes que tienes guardados en el cajón de tu memoria. Iribar pertenece a la época de los cromos intercambiados en el recreo del colegio. A ese tiempo oscuro, pero también naif, en el que media España empatizaba con los leones de San Mamés, y en el área de la portería había, literalmente, auténticos barrizales.

Al Chopo Iribar le endosamos una edad matusalémica. Ver sus lágrimas mientras Muniain levantaba la Copa entronca con el rebote de imágenes pasadas que nos dirigen seres extraterrestres en el universo de Carl Sagan. Pero ochenta y un años es estar hecho un chaval. La clave está en que con solo veintiún defendió la portería en aquella mítica selección del gol de Marcelino, la primera Eurocopa que es imposible desvincular del blanco y negro. El guardameta bilbaíno tendrá sus esquizofrenias emocionales. Sacó la patita abertzale en los albores de la Transición, colocando en medio del campo una ikurriña cuando esta bandera aún era ilegal. Y sin embargo ha de vincular sus mayores triunfos deportivos con la risa acartonada del Generalísimo. Si España es la camisa blanca de nuestra esperanza, la elástica roja de la selección es el rompeolas de nuestros vaivenes identitarios. Guardiola es el noi adelantado de esa burguesía catalana que mira por encima del hombro al resto de las comunidades. El Chopo escogió la terquedad biliar y lacerante del terruño. Su militancia fundacional en Herri Batasuna le apeó, fuera del entorno del País Vasco, de aquella empatía natural de las estampitas.

La directiva del Atleti pidió respeto por el himno, y la inmensa mayoría de la afición bilbaína demostró saber estar y sentirse a gusto en esta euforia --ya se ensalivan con la gabarra-- enmarcada en una competición española. Las gestas del Atleti se encogerían como la lana en un programa de agua caliente si toda su competición se ciñese a las fronteras utópicas de Euskal Herria. Con todo, algunos de los cachorros de esta ensoñación se bañaron en el Guadalquivir y se secaron con toallas de iconografía etarra. Imaginemos qué tipo de reciprocidad tendría tomar el sol en la ría del Nervión con una bandera española.

Para bien y para mal, el fútbol es el crisol de este rumbo común. En los tiempos de Javier Clemente, corear en San Mamés a los hermanos Williams sería tan surrealista como el lehendakari negro de la película de Juanma Bajo Ulloa. El reverso de la moneda es compartir esta estúpida causa común. En Sestao unos energúmenos protagonizaron otro episodio de racismo contra el portero del Rayo Majadahonda, demostrando que tontos los hay en todos los sitios.

Iribar departió brevemente con Felipe VI. El Chopo le dijo a Su Majestad «hasta el año que viene» con esa fanfarronada bilbaína que era un guiño a Gainza, el mítico extremo izquierdo del Atleti que empleó las mismas palabras al levantar la copa entregada por el dictador ferrolano. Extraño este país de vaivenes, donde la derrota de ETA va a desembocar en la mayor representación nacionalista en el Parlamento Vasco; y al tiempo, en Euskadi se achica el apoyo montaraz a la independencia. Emplazarse con el monarca para el año que viene es un giro de realismo mágico; de seguir confiando en las pequeñas grandes cosas que conforman este Estado.

*Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor

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