Los derechos humanos no son conquistas irreversibles. Son una permanente lucha por la dignidad que, además, nos obliga a estar comprometidos con el legado que vamos a dejar a nuestros hijos y a nuestras hijas. La igualdad de mujeres y hombres forma parte de esa interminable movilización y del objetivo constitucional que nos obliga a mirar hacia una sociedad democrática avanzada. En cuanto que somos mitad y mitad de la de la ciudadanía, la igualdad de género constituye el eje central de un proyecto político que aspira a la justicia social, al bienestar compartido y la máxima realización de la personalidad de los individuos. Por lo tanto, no debería caber ninguna duda de que feminismo y democracia comparten la misma genealogía ilustrada, el mismo sentido emancipador del ser humano y la negación, por tanto, de todo aquello que suponga servidumbres de quienes comparten una misma dignidad.

La lucha histórica de las mujeres para que se les reconozca nada más y nada menos que su igual humanidad todavía no ha concluido e incluso, como estamos viendo en estos tiempos neoliberales, está sometida a nuevas amenazas. Cuando las vindicaciones feministas han logrado situarse en el centro del debate público y han logrado hacer visibles cuestiones que antes ni se nombraban, asistimos a una contrarreforma patriarcal que incluso pone en duda las conquistas legales y todos esos derechos que creímos que eran incuestionables. Y no es solo que un determinado sector de la sociedad se coloque a la defensiva, sino que estamos comprobando como incluso hay fuerzas políticas que construyen su discurso y su programa desde posicionamientos antifeministas. De esta manera, y de rebote, muchos hombres, y también algunas mujeres, están viendo legitimadas unas posiciones que realmente nunca abandonaron pero que, al menos, callaron bajo el peso de lo políticamente correcto. Todo ello al tiempo que líderes políticos aprovechan el río revuelto para reabrir debates, como el del aborto, que estaban más que cerrados. Un ejemplo más que evidente como, una vez más, los derechos de las mujeres vuelven a ponerse en duda en épocas de crisis y de cómo es manifiestamente incompatible el sentido último del feminismo con determinadas posiciones ideológicas.

Sobran pues las razones para salir a la calle el próximo 8 de marzo y para que quede claro, una vez más, que la gran revolución del siglo XXI es la que debería afectar a un pacto de convivencia que permite que nosotros, los hombres, seamos independientes gracias a que las mujeres continúan siendo cautivas seres cuya subjetividad se construye sobre la permanente disponibilidad para satisfacer nuestras necesidades y deseos. La necesidad de ser cuidados, el sostén de los vínculos emocionales, el deseo de ser padre y la satisfacción de nuestros al parecer irrefrenables apetitos sexuales. Por supuesto que en el siglo XX las mujeres han avanzado en cuanto al reconocimiento de derechos, y mucho más en un país como el nuestro en el que hasta la década de los 70 del pasado siglo eran consideradas civilmente como menores de edad, pero no hemos conseguido superar el carácter patriarcal de las estructuras de poder ni mucho menos la cultura machista en la que se asienta. Esa cultura que ahora cobra nuevos bríos gracias a posiciones políticas que se alimentan de la ira masculina ante el progresivo empoderamiento de las mujeres.

A esta falta de luces, como bien nos enseñara Celia Amorós, solo cabe responder con más luces, es decir, con más valores ilustrados desde una perspectiva feminista y no androcéntrica. Las luces de la igualdad, sin la que no es posible la emancipación de todas y de todos, que han de servir de freno a tanto machito que desde los púlpitos se empeña en seguir teniendo la palabra mientras que ellas son las siervas que dicen aquello de «hágase en mí según tu voluntad». El 8-M debería ser pues no solo una jornada movilización sino también el aliento que nos lleve cargados de razones a las urnas venideras.

* Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba