novela

La isla del Gavilán

Pedro Tébar regresa a la comarca de Los Pedroches en un nuevo relato

Pedro Tébar.

Pedro Tébar. / Antonio Enrique

Antonio Enrique

Ni Castilla ni Andalucía es Los Pedroches. Estamos en territorio aparte, colindante la vía del Calatraveño. Tantos siglos de aislamiento le han conferido identidad propia, una idiosincrasia sin parangón en ninguna otra zona peninsular. Se trata de un territorio con leyenda propia e historia singular; pero también por lo que atañe a los usos vivenciales propios, desde modismos diferentes a costumbres peculiares. Podría pensarse en principio que estamos ante un tipo de narración rural, fuertemente antropológica. Pero ‘La isla del Gavilán’ rebasa tales parámetros. En principio, estamos ante una novela en que el protagonista es la propia narración, el devenir de la tierra misma; las gentes que la habitan son una pura prolongación del espíritu de un territorio sagrado desde la más remota antigüedad, esencialmente connotado del elemento fabuloso. Desde aquí a lo épico de un pueblo hay un paso. Las gentes constituyen, sin embargo, un elemento más del territorio, la piel en que se envuelve el pálpito de la vida. La Naturaleza es aquí quien dicta la historia: esa lucha del hombre por sobrevivir a la voracidad de la tierra implacable, las dehesas prodigiosas perdidas en los laberintos de granito y pizarra.

Y en principio es el lenguaje, sin parangón en la actual narrativa española, historicista o no. Estas quinientas páginas exceden toda ponderación. El estilo crece «miméticamente» respecto a los avatares que se narran. El protagonista es la tierra misma, que se transfiere a una colectividad humana encerrada en sus propios límites. Se vive aquí en lo incierto de un mundo limítrofe con los sueños. Una novela torrencial, fluyente y sin embargo sobria. Como por hipnosis seguimos su rumbo. ‘La isla del Gavilán’ (nombre que se otorga a la región, en referencia alusiva del canciller López de Ayala, pero también a los tratados de montería, como el de Alfonso Onceno, aquél que murió de Peste) es, más que un alarido épico, un estallido, un fulgor que no acaba, y se mantiene, extático y como por inercia, hasta nuestros días, sin una sola vacilación climática. Se lee porque el estilo está en tal disposición que lo exige la tracción misma de lo narrado. Y andamos muy cerca de ese pálpito épico, es decir colectivo, cuando atisbamos que los textos en cursiva pertenecen a los ancestros, esto es, las voces del imaginario comunal expresado en un potente coro que alterna la narración unívoca, pero cíclica, de aquel territorio crepuscular, abismal, fantasmal. Único. Al final del texto, comprendemos que todo venía a ser la transfiguración de un ‘Libro de Piedra’ en el que estaban inscritos los decretos inexorables del destino, y así la segunda y última parte, donde se narran hechos conmovedores atinentes a un potencial incesto. Es la tierra devorándose a sí misma, como corresponde a su condición terminal, propia de la actual España vaciada.

Pedro Tébar, su autor (Villanueva de Córdoba, 1943), había dado ya una obra maestra en la ‘Canción de la madre del agua’ (2008) y la precedente ‘Música en la almohada’ (1996), ambas de relatos, las cuales, unidas a la presente, integran una trilogía sobre este mítico territorio. Tébar posee una sorprendente habilidad para mimetizarse con los usos lingüísticos y peculiaridades etnológicas de las «siete villas» que lo integran, adaptando el vino viejo del Medievo, centro resolutivo de la acción, (uso de la «e» ilativa por la conjunción «y», o el de localismos metafóricos como «madre del agua» para las salamandras) al odre nuevo del ‘tempo’ actual, referido a la posguerra. Episodios como la toma del castillo de Pedroche, culminación de la batalla entre los señores de Horcón y de Aguilar, o el de los materos en briega contra la maleza y la jara de los encinares, acuñan la identidad de esta fabulosa población que acoge toda trashumancia y que se erige en behetría ante los abusos de los hacendados. La novela, que había dado comienzo con el diálogo entre abuelo y nieta, la cual había encontrado de modo providencial el ‘Libro de las Piedras’, constituido en eje impulsor de la narración referida a los orígenes primigenios, conduce a un desenlace inesperado con inclusión de un crimen pasional, simbólico de un territorio levítico y fantasmal. La novela había hallado ya su propia inercia discursiva, e iba rítmica e inexorable hacia un final que no podía ser por consunción sino por plenitud de su «alegría de contar». El trasfondo, en todo caso, es la trascendencia, en un mundo más volcado hacia la irrealidad onírica que la constatación de las penalidades del presente: «Cae a intervalos una fina lluvia, muy escasa para lo que se necesita. Como todas las tardes, entre dos luces, a esta hora fugaz de los murciélagos, bajan de Mardencina espíritus perdidos, sombras de aparecidos que no encuentran su casa y muestran a los vecinos, para que los recuerden, la aureola feliz de su bienaventuranza…» (pág. 507). Hemos llegado al confín de los dos mundos. La luz que por sí mismo suspira y al fin sucumbe.

‘La isla del Gavilán’.

Autor: Pedro Tébar

Editorial: Renacimiento

Sevilla, 2002

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