POESÍA

UNA POÉTICA DE LA AMARGURA

El poeta catalán, perteneciente a la generación de los 50, falleció el 4 de abril de 1974

Alfonso Costafreda. | CÓRDOBA

Alfonso Costafreda. | CÓRDOBA

En la emocionada y vibrante monografía que Jaime Ferrán dedicó a la vida y obra de su gran amigo Alfonso Costafreda (Júcar, 1981) decía: «Tú fuiste nuestro poeta maldito, y eso se paga, sobre todo en nuestro país, que castiga implacable toda transgresión». Y, en efecto, cuando acaba de cumplirse el medio siglo, desde su muerte acaecida el 4 de abril de 1974, Costafreda todavía sigue siendo un autor casi secreto, envuelto en un halo de malditismo y olvido. A pesar de que contamos, a día de hoy, con su ‘Poesía completa’, en excelente edición de Jordi Jové y Pere Rovira (Tusquets, 1990 y 2004), su obra, no muy extensa, permanece aún en ese limbo extraño que habitan los disidentes incómodos, comprometidos con la poesía de una forma tan absoluta que muchos han considerado cercana a un cierto radicalismo obsesivo, ávido de trascendencia y autenticidad.

Gil de Biedma, en sus tensas relaciones con Costafreda, atemperadas en los últimos años, terminó reconociendo: «Lo único que importa es concluir manifestando mi admiración y mi respeto por Alfonso Costafreda que apostó toda su vida a una sola carta: ser poeta». Llama la atención que siendo un adelantado de aquella generación del medio siglo, y en especial del círculo de Barcelona, acabara relegado e ignorado en los recuentos antológicos y silenciado en el panorama literario de la época, en especial desde que en 1955 se trasladara a Ginebra como alto funcionario de la OMS, donde residiría hasta su muerte. La condición de poeta admirado y la consideración de ser el hermano mayor del grupo, asumida por la mayoría, la evocaba José Agustín Goytisolo en estos términos y puede servirnos de ejemplo: «Dije y escribí, hace años, que Alfonso Costafreda era el más brillante de todos los que componíamos un grupo de amigos que se empezó a reunir, informalmente, en bares y tertulias caseras, a partir de 1948-49 en Barcelona: Jaime Gil de Biedma, José María Castellet, Carlos Barral, Jaime Ferrán, Gabriel Ferrater, y otros que no recuerdo».

«su obra, no muy extensa, permanece aún en ese limbo extraño que habitan los disidentes incómodos...»

Nació en Tárrega (Lérida) en mayo de 1926, en el seno de una familia burguesa y acomodada. Allí cursó sus primeros estudios y el bachillerato, en el colegio de los Escolapios. En 1935 muere su padre a los 38 años, un hecho fatal que le marcaría de por vida. De esta prematura experiencia traumática se produciría en él una permanente obsesión por la muerte. En 1945, tras la guerra civil que había pasado en una masía de la familia, cercana a su pueblo natal, marchó a Madrid para cursar Derecho. Allí se instala en la Residencia Universitaria Moncloa, en donde conoce a Carlos Bousoño, quien le presentará a Vicente Aleixandre, cuya amistad sería decisiva para el poeta. Sus visitas a Velintonia se hicieron frecuentes y la influencia de Aleixandre dejaría huella palpable en sus primeros poemas. Por ese tiempo se relaciona con otros escritores, como Eugenio de Nora o Blas de Otero y trató a Castillo Puche, Luis de Castresana o Fernando Llorens, entre otros. En 1948 se vio obligado, por decisión materna, a continuar sus estudios en Barcelona, contra su voluntad, porque su etapa madrileña fue trascendental en los inicios de su vocación literaria. Ferrán dice que «aquellos años madrileños debieron contarse entre los más felices de su vida».

En 1948 vuelve a Cataluña, en donde acabará la carrera, y en donde se convertirá en «catalizador de los poetas de la España Nordestal», según Ferrán. Allí también se editaron todos sus libros y jugaría ese papel de enlace entre los escritores madrileños y los del grupo de Barcelona. En un artículo titulado «Exageradamente maldito», publicado en ‘El País’ en 1984, Carlos Barral, el otro de sus fieles amigos, que también ejerció como su albacea literario, afirma: «Fue durante un breve tiempo muy importante en el seno de mi generación literaria y lo fue, entre otras razones, en su función de primer vínculo con lo que nosotros llamábamos entonces la escuela de Velintonia, la literatura respetable que sobrevivía alrededor de Vicente Aleixandre».

En 1949 publica su primer libro ‘Nuestra elegía’, con el que obtiene el Premio Boscán y consolida su papel de referente entre los poetas catalanes. Al año siguiente, tras su licenciatura en Derecho, viaja a París, en donde pasará largos periodos de tiempo. Estudia lengua y literatura en la Sorbona y cursa estudios en Dublín, con el propósito de acceder a la carrera diplomática. En 1955 aprobaría la oposición a funcionario internacional de la OMS, lo que determinó una especie de exilio voluntario que le llevó a establecerse en Ginebra, junto a su primera mujer Maj-Britt, con la que se había casado en Londres un año antes. En Ginebra transcurrieron los últimos años de su existencia, alejado de los cenáculos literarios y en dramática lucha personal con su poesía y con su vida. Tras una década de matrimonio conflictivo con Maj-Britt, otras dos mujeres fueron testigos de sus desgarros y contradicciones: Margaretta Staff, con quien tuvo una hija, a la que vio poco y Julia Wright, su segunda mujer, con la que se casó en el año de su muerte. Una muerte la suya llena de veladuras y ocultamientos, a la que se refirió Gil de Biedma dando por sentado que lo fue por voluntad propia: «Quizá el suicidio es la decencia última». Y Barral por su parte manifestó: «Pienso que al final estaba definitivamente decidido a quitarse la vida pero no quería morir».

UNA POÉTICA DE LA AMARGURA

La obra de Costafreda fue escasa en número de libros, pero significativamente meritoria por su anticipación, su originalidad y su ambicioso compromiso con la poesía. Desde la publicación de ‘Nuestra elegía’ en 1949, en donde su palabra expresa un aliento épico-social, con ecos de Aleixandre, su trayectoria cambió ostensiblemente de rumbo y pasó de asumir la voz colectiva de la juventud desencantada de su tiempo, a seguir un proceso de condensación y ensimismamiento que le hizo abandonar la retórica inicial y decantarse por una expresión depurada de rigurosa exigencia verbal. 

En realidad, sólo vio editados dos libros de versos a lo largo de su vida: ‘Nuestra elegía’, con el que obtuvo el Premio Boscán y, diecisiete años después, ‘Compañera de hoy’ (1966), en donde se comprueba ese tránsito del nosotros al yo, en perpetua pugna con los límites del lenguaje y en amargo conflicto con una esperanza asediada por el oscuro y trágico pesimismo existencial, que no le abandonaría nunca. Entre ambos, sólo el anticipo ‘Ocho poemas’ (1951), publicado como separata de la revista ‘Laye’, siete de los cuales incluiría más tarde en su segundo libro. 

‘Suicidios y otras muertes’, su última obra, vería la luz en 1974, cuando ya había muerto el poeta. En él la obsesión por la muerte, un tema vertebral en toda su trayectoria, cobra especial relevancia, hasta el punto de que se ha hablado de una cierta tanatofilia. La meditación trascendental sobre la muerte en abstracto, como salida a la frustración y el vacío de una cotidianeidad degradada y sobre la muerte en concreto, ejemplificada por los casos de algunos autores admirados (Hart Crane, Pavese, Gabriel Ferrater, Paul Celan o Silvia Plath, entre otros), que escogieron el suicidio como liberación, alternará con una visión desolada y pesimista del amor.

Vicente Aleixandre prologó el libro póstumo de Costafreda y nos dejó uno de los más emotivos perfiles del poeta, que luego recogería en ‘Los encuentros’. Allí nos decía: «Al verle pensaba en su amor más grande: la poesía. Para eso, también contradictoriamente había vivido. Toda la vida de poeta, de poeta consunto en su propio fuego, ardido en su lumbre aniquiladora...».

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