Opinión | Paso a paso

Tradición inmarcesible

La Semana Santa, ese prodigio viviente que, con su telar de ritos ancestrales y penitencias, se entreteje en el entramado de calles que rezuman historia, convoca a las almas errantes y devotas a ser partícipes de una tradición inmarcesible. Esta conmemoración, bastión de una espiritualidad que desafía la vorágine despersonalizadora de la modernidad, renace cada año con ímpetu renovado, tejiendo su lazo inquebrantable con los espectadores y penitentes, en un acto de comunión mística. Bajo el manto protector de la Mezquita-Catedral, ese templo de fe que guarda en su seno la fusión de épocas y creencias, las procesiones se suceden, marcadas por una cadencia que parece dictada por los mismos designios del firmamento.

Ante nuestros ojos se despliega un espectáculo de devoción y arte sacro que no solo se inscribe en las venerables piedras de la urbe sino que se anida también en las profundidades abisales del alma que observa. Córdoba se metamorfosea, en este sagrado interludio, en un escenario donde el devenir del tiempo parece rendirse ante la eternidad de la fe, y las sagradas imágenes, custodiadas por cofradías de nazarenos, avanzan solemnes entre nubes de incienso y las resonancias de marchas procesionales que estremecen el espíritu. Incluso el corazón más empedernido se halla impotente ante la magnificencia y la pompa que brotan de cada paso, de cada mirada alzada hacia lo divino, que se hace palpable bajo el velo estrellado de la noche en Córdoba.

Este evento no es meramente un acto de piedad; es el espejo donde la identidad de una comunidad, desafiante ante el olvido y la desmemoria de una sociedad ensimismada en su vertiginoso devenir, se refleja. Es en la Semana Santa de Córdoba donde el alma de la tradición, desafiante ante la erosión del tiempo, revela el espíritu indómito de la comunidad frente a los incesantes vaivenes de un cosmos en constante mutación.

* Mediador y coach

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