Opinión | Paso a paso
Encanto ancestral
La perennidad florecida en Córdoba
Cuando la revista ‘Traveler’ teje elogios hacia la Calleja de las Flores, no está sino descubriendo el velo que cubre un rincón donde el tiempo parece rendirse al encanto de la quietud y la belleza. Este lugar, cuya sola mención evoca la fragancia de una primavera eterna, consigue lo que en el arte se considera el cénit de la poesía visual: una comunión entre la obra humana y la naturaleza, que se eleva en alabanza de la vida que, obstinada y alegre, reclama su espacio en el lienzo de lo cotidiano.
La Calleja de las Flores, ese embudo de ensueño que se estrecha entre paredes encaladas, es un canto a la modestia y a la exuberancia, un oxímoron hecho lugar. Las flores, que en su humilde orgullo visten la blancura impoluta de las fachadas, son testimonios de una tradición que, aunque no cuente con la venerabilidad de los grandes monumentos de la ciudad, tiene la sutil potencia de los pequeños gestos que definen lo humano. Fue Rafaela Tena, una mujer que con su centenar de flores inauguró esta tradición, quien nos enseñó que no hay rincón tan árido que no pueda ser fecundado por la belleza.
No resulta aventurado aseverar que en este rincón de Córdoba, la Calleja de las Flores se convierte en la quintaesencia de lo andaluz, donde el peso de la historia y la alegría de vivir se funden en una estampa de gozosa convivencia. En cada maceta, en cada petunia o geranio que desborda de vida, hay un pedazo de alma cordobesa, un susurro de identidad que resiste el paso de los siglos.
La inclusión de esta calleja en la lista de ‘Traveler’ no solo es un reconocimiento a su belleza visual, sino también a la capacidad de una comunidad de preservar y honrar su legado cultural. En la era de lo efímero, lugares como la Calleja de las Flores son faros de perdurabilidad, recordatorios de que hay cosas que el tiempo no debe llevarse.
Y mientras el mundo se afana en la búsqueda frenética de novedades, la Calleja de las Flores permanece, serena y sin alarde, ofreciendo su belleza sin pedir nada a cambio. Es en esta generosidad desinteresada donde radica su encanto; es en su sencillez donde encuentra su inmortalidad. Que su reconocimiento no sea efímero como la floración de primavera, sino perenne como la misma tierra que la sostiene. Un tributo a la eternidad de lo bello, a la resistencia silenciosa de la tradición frente al tumulto moderno. Este rincón de Córdoba es más que un lugar: es un suspiro en el tiempo, un refugio para el alma que busca la paz en la retícula apresurada de nuestro mundo.
*Mediador y escritor
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