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Morir de amor

El crimen de tres hermanos de avanzada edad ha captado la atención de los medios

Nada sabía de Morata de Tajuña. Ahora he comprobado que sus coordenadas la sitúan entre el parque Warner y Chinchón; entre las animaciones regentadas por el pato Lucas y las rurales escapadas al Madrid castizo y mesetario; a ese mismo Madrid que lo fue antes de convertirse en Villa y Corte. Desgraciadamente, y como otros municipios pequeños, Morata de Tajuña se asoma desde el anonimato a los topónimos de la morbosidad.

El crimen de tres hermanos de avanzada edad ha captado la atención de los medios. La investigación de estos asesinatos está bajo secreto de sumario y aunque hay muchos puntos oscuros por dilucidar, los vecinos apuntan a un tufo de realismo mágico, a la crónica de una muerte anunciada por un supuesto ajuste de cuentas. Y no precisamente por deudas, ni por traficar con estupefacientes, sino por trapichear con el amor. Supuestamente, las dos hermanas cayeron en la estafa de galanes imaginarios. Antes, la manzana de la discordia era privativa de diosas que encelaban la belleza en el Jardín de las Hespérides. Hoy se ha universalizado bajo la sibilina piel de trescientos caracteres. «Me asombró la increíble belleza con la que Dios te creó», reza uno de los mensajes de los estafadores dirigidas a estas émulas de las hermanas Bronte. Si por la caridad entra la peste, por las falsas adulaciones las tragedias.

La coartada: dos oficiales americanos que combatieron en Afganistán, supuestamente pirrados por la beldad de estas morateñas. Uno de ellos fallece y para que las enamoradas puedan cobrar una suculenta herencia deben adelantar importantes cantidades. Hay en esta tragedia evocaciones de ‘Las Cuatro Plumas’ o de ‘Beau Geste’, la tensa espera lejos de los campos de batalla que se sublimará con los ponches y el repleto cuaderno de baile. No faltaron vecinos que les advirtieran de la clarividencia de esa estafa, y de que estaban jugando con fuego al endeudarse hasta los dientes para cubrir los deseos -únicamente crematísticos- de sus hombres. Amelia y Ángela, las víctimas de este desenfreno piramidal, han protagonizado bajo sus perfiles de redes sociales una road movie de mesa camilla. También flota una reprobación doble, cual si las necedades amorosas estuvieran vetadas para la edad madura y continúen en su compasiva inmisericordia los iconos de estos deslices: desde la lorquiana doña Rosita hasta Blanche DuBois, apeada de ese tranvía llamado deseo. También aquí los sexos han sido discriminatorios, pero para otorgarle a la mujer la purga de la intromisión y el silencio, mientras que al hombre se le asigna el escarnio y un calificativo propio: pelele.

Los príncipes azules existen, pues ese es el color mayoritario de los salvapantallas. Y si hubiera que concentrar la profesión de fe republicana, mejor dirigirla hacia ese embobamiento; un empoderamiento que con mayor dificultad alcanzará a quienes se criaron escuchando a Ama Rosa y tejieron sus carencias sentimentales en unos amores imposibles. Se pergeñan iniciativas legislativas para cortocircuitar el acceso de los menores al porno que circula por las redes. Obviamente, no se pueden poner puertas a este campo en la edad adulta, pero sí perseguir con mayor contundencia a estos gigolós del plasma que comercian ilegalmente con los sentimientos. Amalia y Ángela han protagonizado un rural y doméstico alegato a la pasión de la reina Juana de Castilla; un funesto ejemplo de las trágicas consecuencias que conlleva una correspondencia trucada. Se puede morir de amor, aunque el partenaire solo sea un avatar, ese chulo que castiga con piropos tecleados con el pulgar. Quizá queden en este mundo vetas de romanticismo, pero lo que no escasean son esos golfos que mercadean con el más indescifrable de nuestros sentimientos.

* Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor

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