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Bolitas

Poco tienen que ver estos pellets con aquellos hilillos de plastilina que retrataron a Rajoy

De alguna manera, los académicos de la RAE recuerdan a los Ents, aquellos seres arbóreos fabulados por Tolkien que se tomaban todo el tiempo del mundo para deliberar. Por ello, salvo extrañas excepciones, se guían por la prudencia para santificar la irrupción de un nuevo vocablo en el diccionario. No encuentren por ello a los pellets en la última versión, pese a ser la palabra de moda; pese incluso a que, los que se componen de madera, vienen siendo desde hace algún tiempo fuente de material calorífero para estufas y calderas. Lo que ha arribado a las costas del Cantábrico son pellets de plástico, cual nuevas y diminutas hordas vikingas expulsadas de la mar por un naufragio, contenedores que navegaban en banderas de conveniencia y suavizan con ello los juegos de la piratería.

Estas bolitas que han orillado en el litoral gallego no son propiamente microplásticos, pues su diámetro los puede perfectamente identificar, aunque su recogida suponga llevar a Juan Valdés desde los cafetales a amigar con los percebeiros. Probablemente se trate de un cargamento de polímeros, la inerte munición para crear en la línea de extrusión toda clase de materiales plásticos, desde táper hasta tuberías, jeringuillas o juguetes. Este es un tiempo en el que todo lo humanizamos --Gala hizo hablar a las piedras-- y si el plástico recitase sus memorias seguramente nos despacharía en tono de despecho nuestra ingratitud. Ninguno otro material ha universalizado tanto el binomio consumo/progreso. Hasta los más recónditos afluentes del Amazonas han llegado las jofainas de llamativos colores, con las que sus moradores lo mismo maceran el gallinazo desplumado que articulan una minúscula colada. Luego lo han ayuntado con la baratura y el clasismo, pues no hay mayor desdén que servirte un buen tinto en un recipiente de plástico. También es el sincretismo de la degradación ambiental, simbolizada en esa voraz mancha que se agiganta en el Pacífico y que ya hoy ocupa una superficie mayor que España, un detritus que se burla de la biodegradabilidad.

Quizá toca ver la botella medio llena. Pensar hace treinta años que unas bolitas empujadas por las olas se iban a convertir en el eje de una campaña electoral resultaría estrambótico, y dice mucho de esta mayor sensibilización ambiental. No se trata del indicio de un insulso buenismo, como la prohibición de fumar en locales públicos, el mayor reciclaje o la sustitución de las bolsas de plástico, sino de indicadores de que, pese a nuestros refunfuños, hay cosas que se perfilan en la buena dirección. Poco tienen que ver estos pellets con aquellos hilillos de plastilina que retrataron a Rajoy en la fuga del Prestige. Entre otros motivos porque, aunque bienintencionada, una limpieza anárquica de los voluntarios puede afectar gravemente al marisqueo de las rías gallegas, ya bastante afectados los bivalvos por ese aluvión de agua dulce que aquí legítimamente envidiamos. Tampoco sería ajena la extirpación de las bolitas a su incidencia en la zona bentónica del Finisterre y la cornisa cantábrica.

El riesgo común, abonado por el escepticismo, es que las elecciones fomentan más la demagogia que las soluciones. Aún así, es bueno poner en el foco el medio ambiente, y no se convierta en coartada sino en convicción. En este terreno, la izquierda ha llevado habitualmente la iniciativa y es a la derecha a la que le toca definitivamente aunar este quiebro entre conservadores y conservación. Más difícil lo tienen por sus extremos, cuando siguen apuntando por el negacionismo y asociando estas mareas verdes con una matraca de batucadas. Estas bolitas en la arena no son una broma, pero pueden convertirse en un gatillazo de los muñidores de la campaña gallega si su único propósito es utilizarlas como arma arrojadiza.

*Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor

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