Opinión | pavesas

Errores de encuadre

La característica notoria de aquellos fotógrafos amateurs era su incapacidad para lograr un encuadre

Hace milenios nuestros padres nos fotografiaban. Lo hacían con unas máquinas toscas y pequeñas, algo escurridizas (o tal vez fueran sus manos), que sujetaban con cierta reverencia y no poca aprensión, como si fueran langostas. Cuando por fin nos hacían la foto, el resultado dejaba mucho que desear. Al fin y al cabo se trataba de artilugios relativamente extraños para ellos, algo nuevo en sus vidas, aun cuando ante nosotros se dieran unos aires de expertos que cada uno de sus gestos desmentía. Como, por otra parte, las fotos tardaban semanas o hasta meses en ser reveladas, las posibilidades que tenían de apren-der de sus fallos eran muy escasas. ¿Cómo recordar lo que hicieron con la cámara durante aquel día de playa cuando ahora era noviembre, y llovía, y al volver de la tienda del fotógrafo arrastraban con pesadez sus viejas gabardinas mojadas?

Tal vez la característica más notoria de aquellos fotógrafos amateurs era su incapacidad para lograr un buen encuadre: una vez revelada, cada foto mostraba entre sus cuatro bordes algo que se parecía mucho a una morgue llena de cuerpos desmembrados. A unos nos faltaba una pierna, a otros un codo, había quien sonreía pese a haber perdido parte del cráneo. Quizá para equilibrar tales mutilaciones, a menudo nuestros padres incluían en sus instantáneas pedazos de personas que en aquel momento acertaban a pasar por allí, o personas completas, o fantasmagóricas sombras de personas. Todo en un intento por mostrarnos que podían manejar lo que en realidad les superaba, esa langosta.

Sin éxito. El ojo de un niño puede llegar a ser muy perspicaz. Pese a que finja que no ve la paloma que esconde el mago dentro de su chistera, en realidad la ve, aunque no lo diga. Nosotros percibíamos las dificultades que experimentaban nuestros padres para lograr encuadrarnos dentro de sus fotografías, y no tardamos en ver que algo parecido les pasaba también fuera de ellas: eran incapaces de contemplarnos tal y cómo éramos, o como por entonces creíamos que éramos. Nuestros padres no nos entendían. Como en las fotos, sacaban del encuadre trozos completos de ese yo nuestro que crecía a golpe de acné, al tiempo que nos atribuían rasgos que no nos pertenecían a nosotros, sino a quienes ellos pensaban que éramos nosotros. De ahí que el risueño rostro infantil que mostráramos en las primeras fotografías del álbum familiar fuera perdiendo sus hoyuelos para dejar paso --hoja tras hoja-- primero a un preadolescente enfurruñado, luego a un adolescente cada vez más enfurecido, hasta que llegó un momento en el que no hubo nuevas fotos. Nadie tuvo el coraje de rellenar las últimas páginas del álbum, que quedaron por eso pálidas y vacías.

De todo esto nos dimos cuenta cuando con nuestras cámaras algo más sofisticadas (aunque se nos deslizaran también como langostas) incurrimos con nuestros hijos en los mismos errores de encuadre que nuestros padres cometieron con nosotros; y cuando ellos, nuestros hijos, empezaron a perder la paciencia con quienes éramos incapaces de verlos tal y como eran, o como creían que eran, y no como imaginábamos. Todo esto sucedió poco antes de que las fotografías hechas con los móviles borraran con sus filtros cualquier gesto de desaire, ajustaran de modo automático el color del descontento, «editaran» el rictus que, cada día más tenso, agarrotaba el rostro de de nuestros hijos. Con el propósito, se supone, de dejar para la posteridad un puñado de rostros risueños que, como la paloma del mago, solo engañan a quienes desean ser engañados.

*Escritor

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