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La vaguedad del término «casta» lo convierte en una herramienta peligrosa para quienes lo usan

Que Milei hable de la casta dice mucho de Podemos. El término «casta» alude a un sistema de estratificación social, vigente en la India durante mile-nios, en el que el lugar que ocupa un individuo en la sociedad quedaba sellado para siempre desde su nacimiento. Las castas eran grupos estancos entre cuyos miembros no cabían trasvases, que eran tildados de «impuros». El término resucitó en Italia hace décadas para designar a los componentes de la élite dirigente que, encastillados en sus posiciones de dominio, defienden desde allí sus estrechos intereses, no los que públicamente dicen proteger. Como las antiguas castas, forman un grupo cerrado; a diferencia de ellas, con esta nueva acepción del término «casta» se apunta a una sola casta: la de esa pandilla de turbios rufianes frente a la que se alza, heroica, la «gente» (el «pueblo», en el viejo argot).

En sus inicios Podemos se apropió del término y de la caracterización que de él se hizo en Italia, en donde las connotaciones de «casta» y «mafia» mezclaban sus aguas negras en una cloaca por la que chapoteaban jueces venales, políticos corruptos, empresarios sin alma, periodistas carroñeros y otras alimañas. A la altura de 2014, Iglesias incluía en la casta a «los mayordomos de los poderes económicos y los bancos, la gente que no representa a los ciudadanos, la que gobierna en contra de los intereses de la mayoría en situación de privilegio». En 2021 Milei afirmó que la casta la forman «aquellos que están en la política y son inmorales» por sostener políticas que «causan daño a la gente».

Considerar al adversario político como casta presenta dos ventajas y un inconveniente. Una ventaja, de orden intelectivo, es la comodidad de no tener ya que pensar; al reducir la compleja realidad social a dos grupos que se excluyen (casta y gente), se hace superfluo ejercitar la capacidad de análisis, ya que todo lo que emana de la casta es nefando por definición (¡y punto!). La otra ventaja es motivacional: atribuir a los intereses (siempre turbios) de la casta dominante la culpa de todos nuestros males, dota a estos discursos de una poderosa fuerza de arrastre sobre sus destinatarios, al trazar una divisoria de orden ético entre ellos y nosotros. Cuando la política deja paso a la moral, empieza a hervirnos la sangre. Cuando hierve la sangre, resulta fácil seguir a quien nos atrae con frases elocuentes y atronadoras (la motosierra aquí sólo es opcional).

Junto a estas ventajas, el término «casta» adolece de un gran inconveniente: su vaguedad, que lo convierte en una herramienta peligrosa para quienes lo usan. Las definiciones de Iglesias o Milei no son un modelo de precisión. Una zona de penumbra rodea al término: ¿dónde acaba la casta y empieza la gente? En momentos de zozobra uno se pregunta: ¿seré también yo casta? Todos podríamos serlo, a poco que nos descuidemos. ¿Soy casta si dejo este piso en alquiler y adquiero un chalet en una zona residencial? La moralización del término provoca que el hecho de desviarse (aunque sea un milímetro) de la gente para acercarse a la casta -ocupando, por ejemplo, una concejalía en un ayuntamiento- sea visto como un acto impuro capaz de condenar tu alma. Podemos adivinó esta dificultad y no tardó en excluirlo de su discurso, lo que sin duda hará también Milei. Pero aun desaparecido el nombre, la idea sigue ahí. En diez años casi todos los fundadores del partido han pecado mucho, lo que los ha transformado en mayordomos de los poderes económicos. Contra ellos hay que luchar en el Congreso aun cuando defiendan un aumento del subsidio de desempleo. Pese a ello, no me extrañaría que esos cinco diputados sean cooptados pronto por la casta. ¿Por qué no? Al final sólo quedará un único corazón puro, allí en Galapagar.

* Escritor

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