Opinión | Pavesas

Transustanciaciones

Los jueces, como los sacerdotes, son seres humanos llenos de pasiones, sesgos y prejuicios

Una tarde nos enseñaron que durante la confesión el sacerdote se transforma en Jesucristo. No fue algo que nos pillara de improviso, habituados como estábamos a presenciar el misterio de que en la consagración una sustancia mutara en otra. Para nuestra mente infantil, sin embargo, no era igual que un trozo de pan pasara a ser el cuerpo de Cristo a que quien sufriera tal mudanza fuese el P. Ferrán, con su enorme papada y esos hoyuelos en las mejillas. Impresionaba asomarse al confesionario y ver allí a un Cristo tan asombrosamente parecido al P. Ferrán. Su semejanza no se reducía a los rasgos físicos (incluidos los hoyuelos), sino que se prolongaba a su inseparable olor a tabaco o a ese frenillo en la lengua que tantos disgustos le causaba cuando decía «Resurrección».

Ahora se nos enseña que, mientras actúa como tal, un juez deja de ser una persona como usted o como yo para transustanciarse en un ente incapaz de ser arrastrado por el torbellino de sus más arraigadas convicciones. Formadas en el período más temprano de nuestro desarrollo, tales creencias se nos disparan más tarde con el automatismo de las emociones, desempeñando en nuestras vidas idéntico papel. ¿De verdad puede un juez arrancarse esas certezas cuando instruye un caso o dicta una sentencia? Una argumentación jurídica no es una deducción lógica, sino el campo del más o menos, de la ponderación, de lo posible: terreno poroso por el que aflora ese flujo sentimental que son las «arraigadas convicciones». Nada sucedería si tales convicciones brotaran del mismo hontanar que las del resto de los ciudadanos, y se distribuyeran de forma homogénea entre todos los miembros de la judicatura. Pues en ese caso el Poder Judicial sí «emanaría del pueblo» (como reza el Artículo 117 de la Constitución).

No parece que esto sea así. No es preciso ser un hooligan del marxismo para concluir que el lugar que una persona ocupa en la pirámide social moldea en gran parte el perfil de sus «más arraigadas convicciones». Hasta hace bien poco, la judicatura se reclutaba de modo exclusivo entre los miembros de las familias pudientes, las cuales, salvo excepciones, son de talante conservador. Se sabe, de hecho, que la mayor parte de las asociaciones judiciales comparten esa ideología. Afirma Feijóo (con ese sonsonete con el que parece acaparar todo el sentido común del mundo) que hay que dejar que «los jueces elijan a los jueces». Pero (Premisa 1) si los jueces, como todo ser humano, se dejan llevar por las convicciones adquiridas en su período de crianza; y (Premisa 2) han crecido en familias de perfil conservador; (conclusión) entonces la petición de Feijóo implica dejar el gobierno de los jueces en manos de los partidos conservadores.

Feijóo no se atreve a decir esto de un modo tan claro; tampoco Sánchez, que sería acusado de ser un Viktor Orbán. Pero todo el mundo lo piensa. Los jueces, como los sacerdotes (como el añorado P. Ferrán), son seres humanos llenos de pasiones, sesgos y prejuicios. Mientras esto sea así, mientras las convicciones políticas de los jueces condicionen sus sentencias, parece razonable exigir que las posturas que mantienen los magistrados de rango superior (en quienes se agotan las «sucesivas instancias procesales») sintonicen con las que, conforme a procedimientos democráticos, decida la mayoría -de modo que el Poder Judicial «emane» verdaderamente del pueblo-. Una mayoría esta -la de los parlamentarios- que, por su diversa extracción, refleja mejor lo que es el pueblo que la de los miembros de una élite. Si los jueces están politizados, pedir que su órgano rector deje de estarlo es propiciar que el sector político al que mayoritariamente pertenecen nunca cambie. Con esta estrategia no sería necesario controlar el nombramiento de sus altos cargos «desde detrás» (como dijo Cosidó), pues estaría controlado ya desde dentro.

*Escritor

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