Opinión | pavesas

Déjà vu

No sabemos a dónde nos arrastrarán las furias que con cada bulo desatan sus palabras

Cunde entre muchos la sensación de que poco a poco nos adentramos en una de esas películas ambientadas en los años 20 del pasado siglo en las que se narra el ascenso en Alemania del partido nazi, o la consolidación del fascismo en Italia, o el auge de movimientos parecidos en otras partes de Europa. Domina en estos filmes la brutalidad. Siempre nos ha extrañado la ceguera de sus protagonistas al no percibir lo que --lentamente, pero con señas inequívocas-- se iba gestando a su alrededor en unos momentos en los que las purgas con ricino no habían dado paso todavía al Zyklon B. ¡A nosotros nos parece todo tan claro! Pero ellos se distraen con cualquier cosa, sin sospechar que el futuro está a punto de partirles la cara. Parecen niños que al borde de un precipicio no ven el peligro que corren, entretenidos en la contemplación del vuelo de una cometa.

Lo cierto es que si nosotros llegamos a ver lo que ellos no ven no es porque seamos más perspicaces, sino porque de antemano conocemos el guión. Es esta perspectiva privilegiada la que nos permite deslindar, en la niebla del día a día de estos personajes, unos hechos de otros; distinguir, por ejemplo, entre lo que es un picnic en el campo y las semillas (esa esvástica allí al fondo) de unos acontecimientos que sacudirían más tarde sus vidas y las de toda Europa. Nuestra ubicación en el tiempo nos desvela el significado de las vivencias de los protagonistas en el mismo momento en el que tienen lugar. Está claro que cuando ignoramos el desenlace de un determinado curso de acción, su sentido se nos escapa, disuelto en una miríada de hechos indiferentes. El significado aparece solo más tarde. Mientras tanto los acontecimientos que nos rodean son como las piezas dispersas de un puzle cuyo dibujo ni siquiera podemos imaginar.

¿Padeceremos ahora idéntica presbicia ante las señales cada día más patentes de un resurgir de tics totalitarios que creíamos recluidos en las salas de cine? Las semejanzas parecen claras. Igual que en aquellas películas, regresan a la esfera pública los insultos de grueso calibre, la brutalidad en las formas, la búsqueda de un chivo expiatorio contra el que descargar nuestra furia... Hay un rasgo, sin embargo, que marca una diferencia esencial entre la vieja «dialéctica de los puños y las pistolas» y este fascismo reverdecido: nosotros sabemos ya lo que pasó en Europa hace un siglo. Gracias a ese conocimiento, y a diferencia de lo que sucedió entonces, resulta posible atribuir un significado a todo este griterío en el momento mismo en el que está sucediendo --cuando algunos políticos son apaleados y colgados «en efigie». No podemos alegar ignorancia.

¿Exageramos? Es posible. Frente al célebre aforismo de Santayana de que quienes no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo, lo cierto es que, según el sentir de los estudiosos de la historia, ésta nunca se repite, incluso aunque sus horrores hayan caído en el olvido: cada horror es único. Esto es así porque cualquier acontecimiento histórico se inscribe en el nodo de una red de infinita causalidades (y casualidades) que hacen de él un suceso irrepetible. No, Meloni no es Mussolini, ni Abascal es Franco, ni Alice Weidel Adolf Hitler. No sabemos a dónde nos arrastrarán las furias que con cada bulo desatan sus palabras, pero sí el lugar en el que acabó la rebelión cervecera de Hitler en Múnich: los hornos crematorios, esa «tumba en el aire» que poetizó Paul Celan y que tantas semejanzas guarda con esa otra tumba --ésta en el agua-- en la que, con el aplauso de estos energúmenos, se ha transformado el mar Mediterráneo. La historia no se repite. Pero, como dicen que dijo Mark Twain, rima. Que nadie escriba junto a nosotros ese poema enloquecido, pues sus versos matan.

*Escritor

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