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Enciclopedias

Ha habido suerte con los pintores. A las ocho dijeron y a las ocho estaban. En poco tiempo han avanzado bastante y han dejado muy limpias las habitaciones que ya han terminado, mira, asómate. Les cunde bastante. Nada de quitarse de en medio con el típico «vamos a llegarnos a por material» o para darle al fumeque cada dos por tres. Hablan entre ellos tranquilamente para repartirse la faena, sin voces, la música bajita. Gente seria, muy profesional, ya te lo dije yo. Ponen mucho cuidado en cada tarea, con una mezcla de eficacia y esmero que denota experiencia en el oficio y satisfacción artesanal por el trabajo bien hecho.

La mujer está contenta. Con la luz que entra por el balcón el color elegido queda muy bien, sí señor, tal como se lo imaginaba tras verlo, un gris claro muy elegante. Esta vez no se ha llevado la desagradable impresión de seleccionar una tonalidad de la carta cromática y encontrarse algo distinto a medida que los rodillos iban girando por las paredes.

El salón está lleno de cajas: copas y tazas protegidas por papel de periódico, figuras de porcelana, cuadros de distintos tamaños, los peluches de cuando los nietos eran pequeños, sobres con documentación médica que es mejor no recordar, fotos rescatadas del olvido: dos niños que actualmente peinan abundantes canas con las camisetas del Athletic de Bilbao que enviaron como regalo los padrinos de uno de ellos.

Es buen momento para practicar el saludable ejercicio de tirar lo que no aporta. «¿Y las enciclopedias?». Los hijos formulan la pregunta suponiendo que la madre esgrimirá una tajante negativa a la desaparición definitiva de la hoy por hoy inservible colección de tomos vistosamente encuadernados, pretéritas fuentes de información a las que ya nadie acudirá para indagar en la biografía de Marie Curie o para averiguar cuál es la moneda de Uruguay.

Esas enciclopedias son vestigios del mundo de ayer, conocimiento en veinticuatro entregas cuyos intervalos alfabéticos encerraban un saber demorado, lineal, estable, canónico, un saber que poco tiene que ver con la abierta inmediatez de las búsquedas con el ratón del ordenador o con el fugaz deslizamiento del dedo en la pantalla del móvil, un saber que sí ocupaba lugar en las casas de aquel entonces, un saber pagado a laboriosos plazos por unos padres nacidos en plena posguerra para que a sus hijos no les faltaran los medios que ellos nunca tuvieron al alcance de la mano, el timbre a las cuatro de la tarde los días de primeros de mes, ya está ahí el del Círculo.

Esas enciclopedias constituyen un repertorio de saber tangible que no merece la pena conservar en este siglo XXI de las redes sociales y la inteligencia artificial. Sin embargo, aunque esos tomos metidos en cajas de nada sirven ya, habita entre sus páginas una obsoleta dignidad que los hace respetables, tan respetables que los presentes en el salón acaban limpiándoles el polvo para volverlos a colocar en la estantería con nostálgico mimo. Tirar esas enciclopedias como si nada sería arrojar una parte luminosa del pasado familiar al omnívoro contenedor de papel y cartón.

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