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La lluvia del porvenir

Hay en la aldea una escuela con techos de uralita y sin cuartos de baño, tiendas en las que se vende fiado, apúntamelo y ya ajustaremos cuentas después de la aceituna

Solo hay un teléfono en la aldea. La casa en la que está el aparato se halla cerca de un descampado. En ese trozo de tierra matan el tiempo los lugareños que esperan su turno para hablar con quienes han emigrado buscándose la vida a ciudades casi remotas, ¿cómo andáis?, por aquí como siempre, todos buenos gracias a Dios. A veces, cuando se trata de asuntos urgentes, los familiares de quien llama son buscados con premura y acceden al interior de la vivienda directamente para coger el auricular y recibir la información cuanto antes con rostro ilusionado o compungido.

También hay en la aldea una escuela con techos de uralita y sin cuartos de baño, tiendas en las que se vende fiado, apúntamelo y ya ajustaremos cuentas después de la aceituna, una tele en el salón de don Enrique, decenas de ojos carentes del lujo de la pantalla doméstica arremolinados tras los barrotes de la ventana para ver un trocito de Bonanza o de El fugitivo, parejas viendo Lo que el viento se llevó en el cine bajo la atenta mirada de una carabina que se calienta los pies con una latita de picón, bailes con música de pasodoble en los que la pareja más junta es la de la Guardia Civil, una taberna iluminada cuando se va la luz en mitad de la tormenta por una pequeña bombona de gas cuyo resplandor azulado otorga a los parroquianos los semblantes fantasmales de un cuadro del Greco.

Una mujer de la aldea quiere reencontrase con su marido en Barcelona. En la estación la aturde el ruido de la maquinaria pesada. De pronto se topa con la autoridad competente. Miedo. Algo en los papeles no cuadra. La mujer acaba en un centro para indigentes. Más tarde, presa de la impotencia, la trasladan a cientos de kilómetros como si fuera mercancía defectuosa, a un apeadero del que escapa como puede hasta llegar a una barraca del Carmelo y recibir el abrazo de su compañero de fatigas diecisiete días después de salir de su casa. Otra mujer de la aldea sostiene en una estación más cercana el cuerpo sin vida de su hija. La penicilina que tanto costó conseguir no fue suficiente. Han sacado el cuerpo inerte del hospital como han podido. No pueden pagar el traslado. Otra familia de la aldea viaja para llegar a Alemania, las humildes maletas en las manos y los pasaportes en la boca como les han ordenado.

Manuel González Mestre, natural de Ochavillo del Río, ha entretejido amorosamente estas historias y muchas más en un libro muy recomendable de reciente aparición y cuyo título, La lluvia del porvenir, he cogido prestado sin permiso para este artículo, un hermoso homenaje a quienes lo dieron todo por nosotros, una obra plena de sentido porque «ningún ser sucumbe para siempre si permanece otro que lo recuerde».

*Profesor

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