Opinión | PAVESAS

La doctora Birx y Mr. Trump

¿Cuál debe ser el papel que juegue la ciencia en la elaboración de políticas públicas?

Parece que ha pasado un siglo desde que acabó la pandemia, pero hace solo unos meses aún entrábamos embozados en las farmacias. Algunas imágenes de aquellos días nunca se borrarán de nuestra memoria. Destaco hoy una. No es particularmente dramática, si se la compara con muchas otras. Me refiero a la que dejó la rueda de prensa ofrecida por Trump el 23 de abril de 2020, en la que animó al pueblo norteamericano a que se inyectara lejía para combatir el coronavirus. No parece que Trump dijera esa estupidez movido por sádica maldad, sino por una ignorancia extrema de lo que afirma la ciencia al respecto. Sentada a su lado, descompuesta, la doctora Birx, asesora presidencial, buscaba una piedra bajo la que esconderse. La persona más poderosa del mundo alentaba (y no sería la última vez) una masacre entre sus ciudadanos, mientras quien en tan incómoda situación actuaba de portavoz de la ciencia no decía ni una palabra.

En una democracia, ¿cuál debe ser el papel que juegue la ciencia en la elaboración de políticas públicas? En los años sesenta fueron muchos los intelectuales que, situados a ambos lados del espectro ideológico, alertaron de los peligros que traería consigo el gobierno de la ciencia (o «tecnocracia»). Ciencia y técnica fueron vistas como herramientas encaminadas a imponer un régimen totalitario (que para la izquierda encarnaba el capitalista feroz y para la derecha el planificador estalinista: Marcuse y Hayek cogidos de la mano). Visto el rostro que se le quedó a Birx en la rueda de prensa, parece que después de todo la cosa no ha ido tan lejos, y que el poder de la ciencia no resulta hoy tan terrible como se pensó en su día. El gobierno no ha quedado en manos de técnicos y científicos desprovistos de alma, aunque sí en las de tipos estrafalarios como Trump.

En una democracia los logros científicos se hallan al servicio del decisor político, y es bueno que así sea -ya que es este quien, por el mandato de las urnas, articula la voluntad popular (perdonen si peco de ingenuo)-. La maldad o la bondad de las aplicaciones técnicas de la ciencia no reside en la propia ciencia, sino en la gestión política que se hace de ella. Con la ciencia lo mismo se puede erradicar la malaria que destrozar Hiroshima. Pero -y esta es la idea que aquí apunto– existen males que, simplemente, la ciencia (o, más bien, su conocimiento por parte de un público ilustrado) no permite. Si lo piensan, no es poca cosa. Los aztecas sacrificaban vidas humanas para persuadir a un sol caprichoso de que saliera cada amanecer. Es seguro que no hubieran tolerado tales sacrificios si desde su infancia hubiesen aprendido que el sol no sale por ninguna parte.

Es de destacar que, en los cuatro días posteriores a las declaraciones de Trump, en la ciudad de Nueva York solo se contabilizaron cien casos de envenenamiento por ingesta de desinfectante, lo que para una población de nueve millones de habitantes dice mucho del neoyorkino medio. ¿Se debió esa escasa mortalidad únicamente al aviso que, pocas horas después del mugido presidencial, lanzaron los científicos e incluso los propios fabricantes? Pienso que no. Creo que esa catástrofe se evitó gracias a que el americano corriente sabe que la lejía es buena para desinfectar fregaderos, no pulmones. Fueron la ciencia y su difusión entre la ciudadanía las que evitaron la tragedia, pese a la súbita mudez sufrida ese día por la doctora Birx, abducida por el gárrulo Mr. Trump.

* Escritor

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