Opinión | Tribuna abierta

Los mundos de Maeterlinck

La relación casi mística con la naturaleza del nobel belga puede ser una buena lectura de verano

Estas mañanas cuando frisando el amanecer asomo la cabeza por la terraza a la hora de regar las plantas tengo la sensación de que ellas se encogen como si hubiesen estado hasta entonces con el cuello estirado esperando la llegada de su benéfico aguador. Algunas flores como las de los tréboles brasileños, que amanecen como cabizbajas o medio dormidas, enseguida se abren al recibir el agua y todavía no sé muy bien si soy yo el que siempre se da contra una rama del ficus o es éste el que me propina una amable palmadita en la espalda. El caso es que deben estar expectantes, como cada año, a ver con quien les toca pasar las vacaciones en agosto. Las plantas son muy inteligentes y las florales especialmente hábiles a la hora de enamorar al personal o hacerse amigas entrañables de esa vecina que las acoge durante la canícula y que en no pocas ocasiones se ofrece a cuidar de alguna en particular de la que se ha hecho poco menos que devota.

Ello y las informaciones sobre la próxima edición de Flora, anunciando su intención de centrarla sobre la inteligencia vegetal y reflexionar sobre su sofisticada y en general desconocida sabiduría a la hora de resolver las limitaciones de su condición de seres enraizados, me ha llevado a releer ‘La inteligencia de las flores’, un pequeño librito de Maurice Maeterlinck, Premio Nobel de Literatura en 1911. Posiblemente nunca lo hubiese leído de no ser por culpa de Víctor Erice, ‘El espíritu de la colmena’ y los ojos de Ana Torrent. Ellos me llevaron a comprar en un puesto de la cuesta de Moyano ‘La vida de las abejas’ que, en un dos por uno, me aportó el de las flores. El primor literario de ambos facilita la lectura amable de su contenido científico y de sus reflexiones sobre el hombre, la naturaleza y la trascendencia.

Dice Maeterlinck que ese mundo vegetal que vemos tan tranquilo, tan resignado, en que todo parece aceptación, silencio, obediencia, recogimiento, es por el contrario aquel en que la rebelión contra el destino se manifiesta de forma más vehemente y mas obstinada. Y añade que las flores «dan al hombre un prodigioso ejemplo de insumisión, de valor, de perseverancia y de ingenio, recurriendo a mecanismos que, en el ámbito de la mecánica, la balística o la aviación a menudo sobrepasan las invenciones del ser humano». Entre ellos la capacidad de engatusar al más pintado. Hasta Freud encontraba en ellas inspiración para adentrarse en su teoría de los recuerdos y las asociaciones.

Tanto las flores como las abejas son también estos días noticia como preocupaciones concretas de la Ley Europea de Restauración de la Naturaleza, tras una ajustada votación en la Eurocámara aprobando negociar con el Consejo la redacción propuesta por la Comisión. Una batalla política de alto voltaje que se inscribe en el proceso de transición ecológica y en la lucha contra el calentamiento global (y contra la inconsciencia política, la ceguera y la avidez económica de muchos sectores). Todo unos meses después de que, de nuevo, la mirada de otra niña, Sofia Otero, ganase el Oso de Plata en Berlín de la mano de ‘20.000 especies de abejas’. De las abejas dice Maeterlinck que son «el alma del estío, el reloj de los minutos de abundancia, el ala diligente de los perfumes que vuelan, la inteligencia de los rayos de la luz que se cierne, el murmullo de las claridades que vibran y el canto de la atmósfera que descansa... en definitiva el espíritu que anima la maquinaria infalible de la vida». Y si en Córdoba las flores cuentan con el cariño popular también las abejas tienen un gran aliado en el Centro de Apicultura sostenible de la UCO, que vela por cuanto pueda afectar a la salud de las colmenas y sus habitantes. Por algún despacho del campus aún puede encontrarse un viejo dibujo con una abeja abrazada amorosamente al escudo de la Universidad, cuyo exágono recuerda a la celdilla de un panal, aunque en realidad sea una alegoría que une a Ciencias y Letras.

La relación casi mística con la naturaleza del nobel belga puede ser una buena lectura de verano. Contrasta con el prosaico utilitarismo que nos ha llevado a la dura realidad del cambio climático. La de un mundo amenazado en el que nos toca desarrollar mecanismos de colaboración con nuestro entorno en beneficio de su preservación y porvenir. No sea que, junto a plantas y abejas, perdamos también el futuro al que abren su mirada los niños, los rumores del campo y ese color meloso que a veces tienen los atardeceres. Veremos qué nos trae Flora.

** Periodista

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