Opinión | Caligrafía

Paraguas

Una vez me robaron el paraguas en los juzgados de Plaza Castilla. El paraguas no tenía nobleza alguna, pero era un prodigio del utilitarismo. Tenía un horrendo mango acolchado, un botón de apertura automática grueso y eficaz, un cierre de velcro que siempre cerraba y una circunferencia mayúscula, como para resguardar a dos personas y media bien entradas en carnes. Como no sé andar bajo la lluvia, y siempre doy pasos largos que me sacan del abrigo del paraguas medio, este me servía de verdad y hacía que llegara seco a los sitios. Pues llego a Plaza Castilla, con el paraguas medio húmedo, lo cierro delicadamente y, para no mojar groseramente el despacho del juez, lo dejo apoyado con mimo en una esquina. Crucé miradas con una funcionaria y asintió solemne, diciéndome telepáticamente: «Tú tranquilo, que yo lo vigilo». Entro, trabajo, salgo: el paraguas no está. Busco a la funcionaria: desaparecida. Le digo a un compañero: oye, te podrás creer que me han robado el paraguas en Plaza Castilla. Y él: pues yo veo normalísimo que te roben en Plaza Castilla, el paraguas. Y yo: realmente robo no ha sido, hurto sí, ya me entiendes. Y él: claro que te entiendo.

Ese paraguas tenía un primo hermano plegable, que costaba, creo, unos cinco euros menos. Por inexplicable raterío me compré uno de esos en vez de reponer el grande. Error inmenso. Si llovía, se me mojaban las perneras de los pantalones sin remedio. Inexplicable, el raterío que decía, tampoco: sabía que lo iba a perder, porque me paso la vida perdiendo el paraguas y las gafas de sol, que son objetos que llevo aunque no llueva y aunque no haga sol. Lo perdí. Ese y otros tres que me compré. Y me compré, para estar atento y no perderlo (vean mi lógica), un paraguas plegable buenísimo, precioso, con el patrón de las olas japonesas de los samuráis, seigaiha-mon, blancas sobre azul marino; y el puño de madera de bambú. Lo llevaba permanentemente en el bolsillo de atrás del maletín, sostenido por las correas. Y a mil entuertos que lo llevara no llovía nunca, y cuando por fin llovió, a la altura del monumento a la mujer Cordobesa de Colón, un golpe de viento le tronchó dos varillas. «Pero cómo es posible, pero cómo se me ocurre comprarme un paraguas bueno sabiendo que o lo perdía o se me rompía». Y con tal de llevarlo, porque es que llevar paraguas es lo que queda más parecido a llevar una espada ropera y el único ritual de medio madurez que va quedando, lo llevaba roto, porque a fin de cuentas en Córdoba no llueve. Pues bien: llueve un día, lo dejo en el paragüero de un juzgado, junto a otros tantos, y al salir e ir en su busca no estaba el paraguas. Y le digo a Cris: pues me han robado el paraguas. Bueno, robo no, hurto, ya sabes. Y ella: qué más dará si tienes aquí tres plegables. Yo: qué dices. Y ella: estos (y efectivamente allí estaban).

Amargado con ese trío de mediocridades, me compré hace un año el paraguas perfecto: gris y bambú, enorme y señorial. A que no adivinan lo que me ha pasado en un juzgado.

 ** Abogado

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