Opinión | Caligrafía

Taxis y taxistas

El taxi te permite llegar a una ciudad desconocida con soltura de residente habitual

Desde que tuvimos hijos ser puntual es imposible. Una secuencia de paternidad perfectamente ejecutada puede encontrar un retraso imprevisto, como cuando uno va a sus 120 de aguja sin contemplaciones, parando cada 200 kilómetros a estirar y seguir; y se encuentra el embudo causado por un carril cortado en Despeñaperros. ¿Quién podía anticiparlo? ¿Cómo iba yo a saber que para salir de casa iba a tener que debatir veinte minutos sobre el color de un chaquetón, hasta entonces hecho no controvertido? También es complicado predecir, si se pertenece a la escuela de crianza de hacerlo todo con tus hijos (es la nuestra), cuándo vas a quedarte sin coche, porque el otro se lo haya llevado, precisamente, con los niños dentro. En esos casos, hay un servicio que permite ser puntual al que no lo es, que arregla cualquier papelón inesperado: el taxi.

Es así. Estás en la nada y vas tarde: taxi. No sabes orientarte en un sitio desconocido y tienes que clavar la hora: taxi. Un amigo como un armario se ha pasado celebrando y otros dos amigos tienen que depositarlo en el sofá de su casa: taxi, al menos hasta la puerta. El taxi te permite llegar a una ciudad desconocida con soltura de residente habitual. Hay quien disfruta explorando las ciudades y sus metros. Yo disfruto viendo cómo los taxistas las simplifican y reducen a atajos y diagonales. En todos sitios son de celebrar, pero ya en Córdoba son un cuerpo superior.

Me encanta conducir y me encanta ver a gente conduciendo bien. Cada vez que me subo a un taxi en Córdoba voy tomando nota de los caminos y sus trucos, como si viera a un experto resolver un cubo de Rubik. Esa forma de culebrear entre barrios, que parece que atraviesan portales para transportarse. Ese casco histórico que de pronto parece hasta facilón, cuando ni viviendo allí años lo dominas. La forma de aprender a hablar de tantas formas como tipos de cliente, dejando que el pasajero se desahogue, que se parece mucho a veces al trabajo legal. Cada vez que veo a alguien complicarse la vida con conexiones, coches prestados y combinaciones imposibles para llegar a sitios, lo dejo caer como un hechizo: pide un taxi. Que no es un lujo, es una solución.

Una taxista me dijo, al ver que me estaba llevando a mi moto, aparcada en Mordor: «Ve con cuidadito». Y se le notaba genuina preocupación. Otro me explicó las virtudes de su coche y yo, que sé reconocer la grandeza, llevo con ese coche cuatro años. Y otro, en un cabreo, precisamente, tras una huelga de taxistas, me enfocó filosóficamente el asunto en dos frases, mientras avisaba a su hija de que iba a tardar en recogerla, y ya no se me olvida: «Sí, caballero. Es que la gente entiende muy mal la libertad». Como para no estarles agradecido, ya me dirán.

*Abogado

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