Opinión | A pie de tierra

Cuestión de límites

Los peligros de Internet y las redes sociales provocan desequilibrios graves entre los jóvenes

Los niños necesitan crecer con límites para que puedan distinguir lo bueno de lo malo, el bien del mal, lo que está permitido y lo que no. De lo contrario, se convierten en salvajes. Al fin y al cabo, es lo que ven cada día en sus mayores, en la clase política, en películas, series, telediarios, videojuegos e Internet. Se les abre a través de los dispositivos móviles, de forma absolutamente prematura, un universo en el que llegan sin dificultad a contenidos para los que no están preparados, y luego pasa lo que pasa. Basta recordar el uso que ya están haciendo de la inteligencia artificial, el bullying, la violencia precoz, las violaciones en grupo, los suicidios. ¿De qué nos extrañamos...? La crispación y el odio se están inoculando a la manera de virus en la población y lo que se siembra, se recoge. Todo sea por alimentar la doble moral, el cainismo y la hipocresía que sostienen a la sociedad actual, cuyos cimientos éticos hace ya tiempo que se pudrieron, plantando la casa del revés. Cuando el gato cuida a los ratones, es fácil imaginar el resultado. Pues lo mismo ocurre cuando los delincuentes son antepuestos a las víctimas. Se pierden los referentes morales, desaparecen las lindes y a las personas ‘normales’ les cuesta no sentirse humilladas e indignas, incluso marginadas.

Se trata de un problema con muchas y hondas ramificaciones, difícil de sintetizar sin caer en la simplificación. Los peligros de Internet y las redes sociales están siendo ya objeto de estudio, y es bien sabido que provocan desequilibrios graves entre los jóvenes; como lo hacen también la ausencia de autoridad, de disciplina y de referentes claros. Recuérdese: uno de cada dos adolescentes arrastra problemas psicológicos.

Por otro lado, las aulas se han llenado de chicas y chicos con necesidades diferentes, que en un intento fútil de igualarlos con sus compañeros se ven desatendidas, mientras, a menudo y sin quererlo, acaban sumergidos en balsas de cocodrilos en las que no saben nadar ni cuentan con los recursos necesarios para defenderse.

El Estado, los padres, tienen la obligación de ofrecer a sus hijos con alguna limitación la mejor educación posible en función de sus capacidades, y deberían preguntarse si privarles de una formación adaptada a sus perfiles particulares es para ellos privilegio o condena, porque flaco favor les hacen, por más que haya excepciones, exponiéndolos a pecho descubierto en aulas capaces de devorarlos a las primeras de cambio mientras no alcanzan con frecuencia a entender lo que se les explica ni llegan tampoco al nivel medio exigido, sencillamente porque los profesores no disponen del bagaje formativo ni las herramientas necesarias para atender de forma óptima a alumnos de sus características, ni ellos cuentan con los rudimentos básicos para seguir al cien por cien el ritmo. Se cae así en el efecto contrario al buscado y quedan en desventaja, por más que no quepa cuestionar, bajo ningún punto de vista, los muchos beneficios de la inclusividad; pero habría que reflexionar con urgencia al respecto y corregir sesgos.

Hablo de un tema muy delicado, controvertido y, como tantos otros hoy, políticamente incorrecto. Por eso, pocos se atreven a hablar de él con un mínimo de claridad o a disentir en mayor o menor medida del pensamiento oficialista que nos atenaza; ése que descalifica de forma peyorativa y con saña a quienes osen defender ideas diferentes. Lo primero, pues, sería preguntar a los docentes, obligados a enfrentar a diario un tipo de enseñanza para la que no están preparados. Ello les obliga a suplir su carencia de medios con buena voluntad y desde la profunda preocupación y la impotencia que les suscita ver a menudo en los ojos de esos mismos chicos la indefensión y el abandono, perdidos sin remedio en sus propias ansias de superación.

Mientras, este mundo que no es capaz de percibir ni entender lo que les ocurre a sus hijos prefiere huir hacia adelante y, en lugar de fajarse a fondo con el problema, lo resuelve recurriendo a sucedáneos emocionales que no incorporen grandes exigencias. En España, por ejemplo, los canes domésticos contabilizados superan ya, de hecho y con mucho, el número de niños. Estamos humanizando a los animales como si de bebés se tratara, obligándolos en alguna medida a cambiar también ellos su naturaleza; tanto, que, si pudieran hablar, probablemente pedirían socorro. ¿Cuántos de entre sus dueños no tienen el menor reparo en sorberles las babas y limpiarles las cacas (cuando no las dejan alfombrando calles y plazas), mientras ponen a sus padres y abuelos al cuidado de terceros porque les repugna todo lo que huela a orín y a vejez? No quieren a nadie cerca que les exija el menor esfuerzo afectivo, físico, vital o económico, los ponga frente a un espejo o pueda de alguna manera cuestionar su conducta. De ahí a la gerontofobia, hay sólo un paso. Olvidan, quienes así lo hacen, que los mayores han sido siempre para el grupo social en el que se insertan faro y guía, pozos de madurez y sabiduría, crisol de experiencia, fuente inagotable de amor. Por supuesto, animales sí; son cariñosos y tienen grandes capacidades terapéuticas y afectivas, pero primero están las personas.

* Catedrático de Arqueología de la UCO

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