Opinión | pavesas

Caca culo peo

Decir palabrotas no supone ninguna hazaña y, desde luego, no amplías de ese modo el círculo de tu libertad

Salvo en casos puntuales como el de Camilo José Cela (que las convirtió en reclamo comercial), las palabrotas pertenecen, igual que el acné, a ese territorio volcánico por el que a trompicones discurre la adolescencia. En mi caso al menos, la boca se me llenaba por entonces de ese tipo de rebuznos, especialmente cuando en el patio del colegio socializaba con otros burros de mi edad. Aquello era un runrún continuo de coños, pollas, cojones, hijoputas, gilipollas... En un intento por atajar esa plaga, desde las altas instancias del colegio se promovió una «Campaña Anti-Taco». Anunciada con gran profusión de medios (charlas, cartelería, admoniciones del brazo eclesiástico y del secular), no tardó en desinflarse como un bluf. La maniobra consistía básicamente en denunciar al compañero que dijera en nuestra presencia alguna «palabra malsonante». Fue inútil, por supuesto. La delación no es posible cuando aquello que se vigila se encuentra tan arraigado en uno mismo como el latido del propio corazón. Seguro que en el momento de acusar, al acusador se le escaparía también algún taco.

Llegó un momento, sin embargo, en el que aquel desfile de «palabras impropias» (otro eufemismo usado en la campaña) dejó de fluir por sí solo. Ya no articulábamos sus sílabas con deleite: éstas salían de nuestras bocas de un modo cada vez más rutinario, menos jubiloso. De un modo imprevisto, gilipollas e hijoputas comenzaron a desertar de nuestro léxico: parecía como si la campaña de nuestros educadores hubiese alcanzado por fin su objetivo, aunque con retraso. Pese a ello, las palabrotas no desaparecieron del todo: tan solo se soterraron; a veces las escuchábamos zumbar por dentro como un enjambre.

Ese enjambre permanece ahí, aun cuando sus irritadas abejas parezcan haber entrado en letargo. Pero a veces van y se despiertan. He observado que cuando un adulto profiere una palabrota parece como si volviera a la adolescencia, terreno en el que una vez fue joven junto a ellas, y prosperaron. Se ha podido ver esto recientemente en el hijoputa que Isabel Díaz Ayuso pronunció en la sede de la soberanía nacional y que, como la nota de un diapasón, marcó el tono a los miles de hijoputas que resonaron luego por toda España. Las pantallas mostraron el modo en el que la palabra se deslizó por su boca, el cuidado con el que sus labios mimaron cada una de sus sílabas... transformada ella misma en una vivaz estudiante de secundaria, traviesa y picarona. Los posteriores enredos con la fruta formaban parte de esa misma diablura que, vista desde aquí (desde provincias), interpretamos como otra muestra de aquello a lo que la presidenta de la Comunidad de Madrid acostumbra a referirse con el término «libertad» (y que se añade a las ya conocidas de frecuentar una terraza en plena pandemia, disfrutar de un atasco mañanero o no tropezar en la calle con tu ex).

Recordé entonces la expresión -«caca culo peo»: dicha así, sin comas- con la que mi padre parodiaba el apego que de jovencito mostraba yo por las palabras soeces. Solía acompañar esa ristra de términos escatológicos con una sonrisa un tanto misteriosa. Con ella parecía querer decir: «Sé que estas palabrotas apenas son palabrotas, sobre todo si las comparo con las que guardas en tu arsenal. Sospecho que sabes que yo podría decir otras de igual calibre. Pero mira: me contengo y no las digo. Decir palabrotas no supone ninguna hazaña y, desde luego, no amplías de ese modo el círculo de tu libertad. Si es eso lo que pretendes, busca mejor en otra parte. Tardé tiempo en descifrar ese mensaje. Pero lo conseguí. Lástima que no presida ninguna comunidad autónoma.

*Escritor 

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