Opinión | cosas

Esa voladura

La Historia la manuscriben los cronistas, pero se vivifica en la plástica

Es difícil categorizar los años por olores. Para quien les escribe, 1973 huele a goma de borrar, al aceite a rebanadas fritas que mi padre nos hacía los domingos; o al incienso que echaba mi abuela al brasero de picón; el año en el que cambié de colegio o en el que mi hermano hizo su primera comunión. También los días en los que la memoria abría más su espita para juguetear con las conexiones de sentido moldeadas por el mundo exterior, en ese cortejo entre lo vivido, lo percibido y lo imaginado. De aquel Madrid que conocí un año después imposto el escaléxtric de Atocha; la polución de aquellos coches que a escala azuzaban tu encaprichamiento tras la cristalera del quiosco; o aquellos días previos a la Navidad en los que sentías un frío más intenso al actual, una fecha en la que los adultos cambiaron la flamígera aura de Pentecostés por la interrogación que pendía sobre sus cabezas después de aquella explosión en la calle Claudio Coello.

La Historia la manuscriben los cronistas, pero se vivifica en la plástica. Diez años antes, en un noviembre radiante, la tragedia se capturó en tecnicolor, focalizada en el traje rosa de la firma Chanel que vestía Jackie Kennedy, la lana manchada de sangre para atestiguar el final de Camelot. A los españoles casi nos es imposible extirpar del blanco y negro el asesinato de Carrero Blanco; el socavón que olía a gas, cañería e incertidumbre, mientras hacia arriba el cielo hacía votos con ese refrán que lo enladrillaba, el equilibrio de posarse el Dodge del presidente en la cornisa del patio de los jesuitas, con esa simbología de aliviarle el purgatorio a un estadista de misa diaria.

El atentado de Carrero noqueó a aquella sociedad que se embuchaba un aperturismo ñoño y falaz. Nunca la vileza de los etarras orbitó tan cerca de la esquizofrenia de los demócratas, pues la muerte del delfín de Franco cuarteaba la continuidad del régimen y quebraba las expectativas del cordelero del Pardo: oído de cocina a las cancillerías de aquella época, pues no todo estaba atado y bien atado. Un magnicidio no puede ser ajeno a las conspiraciones, y en el de Carrero se rebajaba la audacia de aquel comando. El éxito de aquel túnel no puede endosarse exclusivamente a la negligencia de los servicios de seguridad estando tan cercana la embajada norteamericana. Precisamente, ese verbo de Maquiavelo hecho carne, y llamado Henry Kissinger, abandonó Madrid el día antes del atentado, para dejarle a Mario Puzo otro buen hilo argumental.

En 1973 Chile tampoco se desprendió del blanco y negro. El suicidio magnicida de Salvador Allende marcó un camino divergente en la singladura de ambas naciones. Pecamos de ligereza con el pasado al predestinar los hechos, pero con la muerte de Carrero se puso fecha de caducidad al franquismo. Solo en cinco años los españoles nos otorgamos la Constitución más impecable de nuestro dilatado bagaje constitucional. Y esa impecabilidad no está reñida con sus defectos, sino robustecida por el amplísimo consenso que fue el sostén de su legitimidad. Este domingo los chilenos han descafeinado el segundo intento de aupar un nuevo texto constitucional que sustituya la Carta Magna de 1980 que, pese a sus reformas, sigue teniendo el tufo de Pinochet. Los vaivenes de la polarización han fracturado las aspiraciones de los chilenos y nos devuelven este aviso a navegantes: el consenso es un don cuyo desapego es muy difícil de volver a ensamblar. Cincuenta años es una cifra donde titilan muchos pulsos, la trayectoria de aquella bomba de una fría mañana de diciembre que, junto a Carrero Blanco, inmoló a otras víctimas, esa voladura que indudablemente viró en unos ángulos la trayectoria de nuestros designios.

*Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor

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