Opinión | cosas

De parte de la princesa electa

En un país tan levantisco con las instituciones, hay que darle un voto de confianza a la Corona

Siempre ha existido una suerte de totémico tabú en torno a las princesas niñas, esa querencia consagrada en el Romanticismo por su incuestionable apego al mundo medieval. En ese imaginario confluyen Cristina de Noruega, la princesa vikinga que fue nuera de Alfonso X y enterrada en la olvidadiza yedra de Covarrubias; o Juana de Arco, cuyo bizarro misticismo propició el odio de los ingleses y su consiguiente ordalía en la pira de Ruán. Incluso la Annabel Lee de Poe, una infanta sin corona que derivó hacia el más allá las sensaciones perdidas y las cuentas pendientes de la pubertad.

Hace 190 años la reina Isabel II se sumó a este elenco. Fue en su juramento como princesa de Asturias; en la iglesia de San Jerónimo con una misa oficiada por el patriarca de las Indias y el besamanos a la heredera de un rey felón. Fernando VII deshojó en favor de su hija la margarita de la Ley Sálica, provocando la furia de los carlistas y derivando de ese resentimiento toda la astracanada de un mal cuento de hadas que violentamente marcó nuestro siglo XIX y sus trágicas postrimerías. Las expectativas de aquella reina niña se difuminaron en el camino, fruto de unos privilegios y unas egolatrías que se lidiaron con constituciones y espadonazos.

No es antiguo que Leonor de Borbón se coloque bajo el dosel de la carrera de San Jerónimo. Dos pequeños --y gigantescos-- matices han cambiado respecto a aquel regio antecedente. En este país, las asonadas no se han erradicado como la viruela, pero entraron desde hace muchos años en el capítulo de lo inverosímil. Y precisamente es la Constitución del 78 la que ahuyentó toda esta suerte de sortilegios de salvapatrias. Una Constitución que ya ha superado en tiempo a ese prolífico solapamiento constitucional del XIX --la Constitución de Cánovas se convirtió tras los desastres del 98 en una Constitución zombi--. Aquel abrumador consenso de hace 45 años nos hace más grandes en cuanto galvaniza la convivencia en esta época de intereses espurios.

No nos engañemos: los desaires a este juramento no van dirigidos hacia la monarquía, aunque este sea el envoltorio de quienes apelan a la escenografía sentimental de la bandera de Riego. Es un ataque por los flancos a este modelo de sistema democrático que, no sin aversión, sus contestatarios califican como Régimen del 78. El juramento de la princesa Leonor no es la anacrónica exaltación de las aúreas lealtades del medievo, sino todo lo contrario. La legitimación de la Corona se fundamenta en el acatamiento de la Constitución y en el reconocimiento máximo de la soberanía del pueblo español. Muy lejos de los arcanos de la tradición de la monarquía británica, que hace del boato un elemento taumatúrgico. Ello supone que la monarquía española se cuartea y pierde toda su autoridad fuera del marco constitucional. Y este doble juramento es un caso único entre las monarquías constitucionales. Primero, al alcanzar la mayoría de edad. Y luego, al asumir la jefatura del Estado. Es justa y necesaria esta cobertura mediática de la puesta de largo de la futura reina de España. En un país tan levantisco con las instituciones, hay que darle un voto de confianza a la Corona, uno de los órganos que más ha contribuido a la estabilidad de esta nación que, entre perífrasis y golpes en el pecho, aún llamamos España.

Hoy se acaba el relato de la princesa niña, pero comienza el de la joven cuyo destino inevitablemente estará marcado por el rumbo que en las próximas décadas quisiéramos marcarnos los españoles.

*Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor

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