Opinión | ENTRE ACORDES Y CADENAS

El virus del miedo

La gente está tan asustada que son ellos mismos quienes renuncian a su propia libertad

El Olimpo es hoy un desierto porque los dioses viven entre nosotros. No llevan coronas de laurel ni están envueltos en ninguna luz. Pero son dioses. Tal vez, y esto puede que sea lo más preocupante, más peligrosos que los antiguos. Antaño se valían sólo de sus ojos para acecharnos. Ahora, en cambio, poseen cientos de instrumentos capaces de encontrarnos en cualquier lugar.

Es imposible esconderse. Vayas donde vayas te sientes observado. Ni las paredes ni las piedras pueden ocultarte de sus miradas. Vivimos en una permanente inquisición donde todo acto es juzgado de inmediato, donde todo comportamiento es cuidadosamente analizado para comprobar que se ajusta a sus patrones. Somos un experimento fallido, un cóctel de ingredientes insípidos susceptible de embutirse en cualquier probeta.

Incluso ahora, cuando crees que no existe nada más que la inmensidad, estás siendo escuchado por millones de oídos. Dices una palabra incorrecta y se activan las alarmas. El ruido les atrae. Y tú te conviertes en el centro de su diana.

El más mínimo indicio de pensamiento libre y comenzará el bombardeo. Por las calles, en tu casa, en la superficie, en la intimidad. Lloverán millones de panfletos y acabarás enterrado en una montaña de colorida propaganda.

Y luego, cuando estés cansado, cuando necesites regresar y reposar, ellos aprovecharán tu debilidad. Vendrá alguien, puede que incluso una cara amiga, sonriente, simpática, y te ofrecerá un asiento en última fila. Te dirá que sólo allí podrás salvarte, que sólo allí podrás permanecer lejos de los peligros que asolan el mundo.

Encenderá el proyector y tú verás en la pantalla los horrores más atroces. Torturas, asesinatos, terrorismo, guerras... que ellos mismos han provocado. Y después te mostrará huracanes, terremotos, plagas, epidemias... ¡La muerte! Te descubrirá la muerte.

Y por último te revelará la salida, una puerta adornada con flores en cuyo marco cuelga el panel luminoso más atrayente que puedas llegar a imaginar.

¿Y qué dice ese panel? En el fondo ya lo sabes. Ese panel dice «Bienvenido seas, aquí estarás seguro». Y claro, cualquiera se ve abocado a entrar. Nadie desea habitar en el peligro.

Pero ese peligro es irreal, se preguntarán algunos. Sí y no. El peligro existe, de eso no cabe duda. La cuestión es, ¿cuánto peligro estás dispuesto a soportar en libertad? O, mejor dicho, ¿a cuánta libertad estás dispuesto a renunciar para salvarte de una porción de peligro?

Hay quien contestará que, a ninguna, que no aceptará la renuncia voluntaria. Pero ¿qué ocurre con la involuntaria? Porque, sin duda, pueden obligarlos. De hecho, ya han empezado a hacerlo. Basta con leer sus leyes y sus decretos, sus ordenanzas y sus bandos. La normativa es infinita. Y todas son restrictivas. Todas nos limitan. Ni una sola de ellas nos concede libertad.

Lo más grave es que no les hace falta. La gente está tan asustada que son ellos mismos quienes renuncian a su propia libertad. Y lo hacen inmersos en una alegría sin precedentes, en un convencimiento íntimo de que sólo así podrán salvarse del peligro.

Han picado. El cebo ha resultado ser eficaz.

¿Y la revolución? Sólo palabrería. Demasiados revolucionarios de banderas rojas en manifestaciones dominicales.

La auténtica revolución no es de este mundo porque no es tangible. Es más, una revolución, si en verdad desea ser tal, no puede ser fácilmente perceptible. Los sentidos nos engañan. La auténtica revolución reside dentro de nosotros. Y no es otra cosa que la revolución de las conciencias, la autoliberación del moralismo imperante, la rotura de nuestras propias cadenas.

«Ya no hay locos -escribió León Felipe- ya no hay locos». «Se murió aquel manchego, aquel estrafalario fantasma del desierto». «Todo el mundo está cuerdo, terriblemente cuerdo».

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