Opinión | Pavesas

De brechas y abismos

«Las nuevas tecnologías abren brechas y abismos, pero también lo es que ponen más tiempo a nuestra disposición»

De niños un año era una eternidad. En el colegio las eternidades se contaban por cursos. ¡Qué distancia infinita separaba, por ejemplo, a los de cuarto de los de sexto! Vivíamos en países diferentes, dotados de idiomas intraducibles. Nuestros contactos, muy escasos, eran un modelo de circunspección. ¿Y qué decir de esos gigantes que poblaban el reino mitológico de COU? ¡Parecían siempre tan cansados! Escupían todo el rato con desgana y de refilón. En casa pasaba algo parecido. Siendo yo de los más pequeños, confundía al hermano mayor -doce años por delante- con mi padre. Tenía barba (¡), usaba chaqueta (¡¡), fumaba en pipa (¡¡¡). Con el tiempo, es sabido, estas distancias aparentemente insalvables se desvanecen: uno habla con ese hermano o con un coloso de COU y apenas percibe ya diferencias, como si habitáramos el mismo país y usáramos el mismo idioma -y la pipa, en realidad, no importara mucho.

Una de las consecuencias imprevistas de la llamada brecha digital es que ha revivido esas diferencias que olvidamos en la edad adulta. De nuevo los años levantan fronteras entre nosotros. Y es que los «mayores» (según la OMS: quienes superan los 60) no forman un grupo homogéneo. No es lo mismo un «mayor» de 65 que otro de 75, igual que no lo eran un alevín de cuarto y un titán de COU, o ese hermano que exhalaba, displicente, irónicos aros de humo. ¿Y dónde quedan los que bordean los 90? Realmente la horquilla de los «mayores» resulta demasiado amplia como para que sea útil desde un punto de vista estadístico, al menos a estos efectos. Los que transitan por su borde inferior han experimentado la brecha como si fuera una pequeña hendidura susceptible de ser sorteada de un saltito. Los mayores-mayores (por llamarlos de algún modo) se han visto arrinconados frente a un abismo que no pueden franquear. En medio quedan todos los demás: quienes, agarrados a alguno de los salientes del despeñadero, contemplan el fondo con temor, seguros de que en cualquier momento fallarán sus fuerzas y caerán a plomo sobre un fondo hostil de aplicaciones informáticas de imposible manejo.

Algo nos une, sin embargo: la nostalgia por el mundo analógico donde crecimos. En él abría uno el buzón -con su llavecita algo mohosa- cargado de deseo y de esperanza; cajeros de carne y hueso (y humor variable) nos atendían, nada virtuales, en el banco; nuestros dedos exploradores trotaban sobre las fichas de cartón que, cada vez más ajadas, se alineaban en el catálogo de la biblioteca. Pero no seamos cenizos: es evidente que todas estas nuevas tecnologías abren brechas y abismos, pero también lo es que ponen más tiempo a nuestra disposición. Aunque a veces nos preguntamos para qué.

*Escritor

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