Opinión | TRIBUNA ABIERTA

Un pentagrama de triángulos azules

Representan a los habitantes de los Pedroches y del Guadiato deportados a campos de concentración

El patio barroco del Palacio de la Merced rescata estos días un trozo de memoria histórica de la mano de un triángulo azul y unos pequeños adoquines dorados que condensan los avatares de 151 habitantes de las comarcas de los Pedroches (76) y del Guadiato (75) deportados a los campos de concentración y exterminio de Mauthausen, Dachau, Buchenwald, Gross-Rosen y Mittelbau-Dora, entre otros. Hechos y testimonios de los que dan fe todo un conjunto de carteles dispuestos a lo largo de las galerías que lo perimetran por iniciativa de la Asociación Triangulo Azul Stolpersteine de Córdoba cuyas actividades conmemorativas buscan recuperar, a través de toda clase de proyectos, la memoria histórica de los cordobeses confinados en las siniestras instalaciones nazis.

Literalmente Stolperstein hace referencia a una piedra en el camino en la que se puede tropezar. Y en tal idea se basan esos pequeños cubos que se incrustan en el pavimento, generalmente cerca del último domicilio de la persona a la que aluden, de los que sobresale levemente una placa dorada con su nombre y algunos datos conmemorativos. Hoy están presentes en los suelos de numerosas localidades cordobesas y españolas, al igual que en muchos otros lugares del mundo, marcando una senda que recupera vivencias y memorias sumidas durante muchos años en el silencio. Un trayecto que también recuerda a las democracias que avanzan hacia el futuro los riesgos que no deben olvidar a la hora de seguir acrisolando sus ideales de libertad, justicia y solidaridad. Una persona solo es olvidada cuando se olvida su nombre, algo que ya sabían los romanos cuando desde los textos de los monumentos funerarios que jalonaban las vías de acceso a las ciudades instaban al viajero a pararse y pronunciarlo. Tanto más cuando tras cada uno siempre hay una historia.

En esos carteles hay testimonios, hay datos y referencias sobre cómo eran España y Córdoba a principios del siglo XX, sobre el exilio a Francia tras la Guerra Civil y las deportaciones a los campos de concentración y de exterminio protagonizadas por habitantes de Belalcázar, Fuente La Lancha, Villaralto, Torrecampo, Fuente Obejuna, Peñarroya- Pueblo Nuevo y otras localidades que eran «clasificados» al llegar a ellos a través de triángulos invertidos de distintos colores que podían combinarse entre sí además de con letras, números y otros signos. Así el de los extranjeros era de color azul, al que en el caso de los españoles, calificados también de apátridas, se le superponía una S de spanier. Aunque también podía ser rojo para los presos «políticos». A los judíos se les adjudicaba el amarillo, el rosa a los homosexuales y así toda una larga gama.

Esos triángulos, u otros similares, en toda una metáfora, aparecen prendidos de las alambradas que se reproducen en una de las alas del patio, de forma que los carteles colgados detrás parecen quedar también presos. Son la parte inquietante del conjunto. Posiblemente quieran recordarnos a quienes perdieron la vida tratando de atravesarlas. O simplemente prefirieron acabar con todo arrojándose a ellas.

Y quizá quepa pensar que, de algún modo, alberguen las notas de las melodías con la que el dúo Metha incrementó el punto emotivo del acto inaugural. El violín y el piano de Jorge y Rocío González Cabello, investigadores de la Shoah y de la música que rodeó lo acontecido en los campos de la muerte -desde aquélla con que se recibía a los trenes de deportados a la que se tocaba conduciéndole a las duchas de gas, pasando por todo tipo de composiciones- fueron voces elocuentes que amplificaron las, a veces entrecortadas, de los oradores. La música posee la magia de combinar en el estremecimiento tanto el horror como el recuerdo emocionado. Muchas de esas melodías , junto la historia de los grupos musicales que se formaron en varios de los campos, impregnan relatos y aconteceres - algunos de final más o menos feliz, los más de contenidos trágicos - que han sido llevados a la Literatura o al Cine. Pero nada como escuchar los acordes que nos hablan de ellos e imaginarlos volar, en una mañana fría de invierno, hacia el pentagrama de una alambrada, aunque sea ficticia, y hacia el recuerdo gráfico de cuanto ocurrió entonces.

Estos días, en que parece reactivarse en los cementerios cordobeses la recuperación de la memoria de quienes permanecen aún en fosas comunes tras la contienda del 36, la canción y el testimonio documental son instrumentos que contribuyen a reivindicar valores y a reintegrar nombres al lugar que les corresponde. Queda esperar que sirvan, como Nana a medias, el premiado tema del cordobés Antonio Manuel Rodriguez «para despertar a la vida su aliento como el viento despeina a la hierba». O como en la canción judía ‘Nunca digas que esta senda es la final’, transformada en himno partisano, para recordar que «aunque cielos plomizos oscurezcan días azules, la hora que están esperando llegará...».

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