Opinión | ENTRE VISILLOS

Paseos por Córdoba con sorpresa

Entre islotes de toallitas y caras inquietantes, la ciudad es continua fuente de asombro

Si alguien se queja en Córdoba de aburrimiento, si lamenta el hastío metafísico de la sucesión de los días sin que pase nada destacable -y mejor así, que cuando pasó nos encerraron en casa por el covid-, si desea ver rota la monotonía basta con que se dé un paseo por Córdoba. Sus calles y plazas, por su belleza y ese halo de misterio tan inaprensible que sobrecoge al que viene de fuera -y que tan bien saben explotar en Fitur-, siempre proporcionan al caminante detalles en los que reparar aunque lleve toda la vida recorriéndolas. Pero últimamente es que no ganamos para sorpresas. El paisaje urbano cordobés no deja de asombrarnos. Y no siempre para bien. Porque hay descubrimientos con los que mejor no toparse nunca.

Como el más reciente, que si no es porque lo ha destapado la prensa habría pasado desapercibido. Y ese disgusto que nos hubiéramos ahorrado. No hace falta tener una especial sensibilidad ecológica para lamentar la barbaridad que ha aparecido en los Sotos de la Albolafia, rompiendo el horizonte de postal más fotografiado por los turistas. Justo al lado del Puente Romano, en mitad de un monumento natural que comenzaba a liberarse de su aspecto selvático gracias a los trabajos de limpieza por fin acometidos en el Guadalquivir –hay sitios que parecen gafados-, ha emergido un islote ¡de toallitas higiénicas! Así, cual restos de un naufragio de descuido ciudadano, un peñasco de sedimentos y trapitos de aseo personal, de los que atascan cañerías domésticas y equipos de saneamiento público, ha herido la mirada de todo el que pasaba cerca. Eso sí, por poco tiempo, ya que la consejería de Medio Ambiente se ha andado rápida en retirar este monolito al incivismo.

Por suerte no todos los hallazgos destapan nuestras vergüenzas. Los hay simplemente curiosos, entre la expresión artística y el guiño cómplice a no se sabe qué o quién. Surgen de pronto sin conocerse su autoría y el enigma los convierte en pequeña noticia local, casi siempre amable, que se desvanece pronto. Es el caso de las caras de arcilla que periódicamente brotan adosadas a paredes del casco antiguo. Una especie de performance urbana difícil de interpretar, salvo por el hecho de que su autor -o autores- quiere dejar huella propia tras un anonimato que a la larga deja de serlo, con el consiguiente minuto de gloria para el artífice de la idea. Fue lo que pasó con ‘el Hombre Río’, una figura impactante que se dejó ver una mañana de abril del 2006 flotando sentada cerca del puente de Miraflores, por donde aún puede leerse una placa del Ayuntamiento que la recuerda. La ocurrencia gustó a los cordobeses, que vieron en aquella escultura de corcho blanco –luego sustituida por otra de poliéster hasta que la corriente se la llevó- una forma peculiar, incluso entrañable, de llevar el arte o algo parecido a sitios donde no se lo esperaba. Luego, otra primavera pero del 2010, llegó el denominado popularmente ‘callejero pirata’, rótulos llenos de encanto que nombraban calles con frases ingeniosas («Por fin te he encontrado», «Por aquí podemos atrochar...). Desde el primer momento aquella toponimia efímera despertó la sonrisa y la imaginación del transeúnte, y hasta cayó en gracia a las autoridades municipales, que hicieron la vista gorda y la dejaron estar hasta que el tiempo la ha acabado borrando.

Destapada la pareja de creadores del callejero apócrifo, se supo que su objetivo era reclamar atención sobre los edificios ruinosos en que se apoyaba. No se sabe cuál será la intención de los rostros, algunos como sacados del infierno, que se asoman de vez en cuando a la geografía urbana a modo de grafitis en 3D. Pero, acabado el factor sorpresa, empiezan a resultar cargantes

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