Hace un par de semanas un amigo de mi hijo fue insultado y agredido, por maricón, a la salida de una discoteca; la noche de Reyes un joven trans de 19 años sufrió otra agresión, por «maricona» y «marimacho». No hay más que acercarse cualquier día a las redes sociales para comprobar cómo está aumentando el discurso del odio y la agresividad hacia las diferencias. Algo de lo que saben bien y mucho las feministas, cuya credibilidad, juicio y autoridad son habitualmente cuestionados y, en los últimos tiempos, sometidos a burla y escarnio. Espacios como Facebook o Twiter están invadidos por un lenguaje violento. Son muchas las señales que nos deberían hacer pensar sobre qué sociedad estamos construyendo y de qué manera determinadas opciones políticas, por más que formalmente sean impecables desde el punto de vista constitucional, están alimentando un clima irrespirable. Estamos en un momento sombrío en el que todas y todos deberíamos reflexionar sobre nuestra responsabilidad, por acción u omisión, en lo que se está convirtiendo en una descarada traición de buena parte de los principios y valores que creíamos consolidados en una sociedad decente.

Hace ya bastantes años que aprendí con Avishai Margalit que una sociedad decente es aquella que no humilla a ninguno de sus miembros. No he leído después ninguna definición más acertada de lo que deberíamos considerar el sustrato ético de una democracia, que es justamente lo que ahora mismo está en crisis. Con todas sus imperfecciones, la democracia no es sino un sistema que permite organizar pacíficamente la convivencia de los y las diferentes, respetando los proyectos vitales de cada individuo, en cuando ciudadano o ciudadana capaz de autodeterminarse de forma consciente y responsable. Es precisamente ese estatuto de ciudadanía el que jurídicamente ampara nuestra subjetividad, al mismo tiempo que nuestra implicación en proyectos colectivos. Un estatuto que todavía hoy, en pleno siglo XXI, las mujeres disfrutan de manera devaluada, y que para muchos grupos o minorías constituye más un horizonte que una realidad. De ahí que, ante la evidencia de que la mitad femenina continúa enfrentándose a obstáculos que no afectan de la misma manera a la otra mitad, así como de la fragilidad de tantos sujetos disidentes que no forman parte de la mayoría hegemónica, resultan preocupantes y dolorosas las posiciones políticas que cuestionan las conquistas y que propagan una mirada desconfiada y colonizadora sobre «el otro». No se me ocurre una manera más brutal de ejemplificar la humillación de la que habla Margalit que a través de esos gestos, palabras y políticas que insisten en la negación de la equivalente humanidad de los demás.

Es tiempo, pues, de activar nuestro espíritu cívico, un impulso ciudadano que nos comprometa diariamente con la igualdad, el aliente ético sin el que lo cotidiano corre el riesgo de convertirse en una perversa dialéctica amigo/enemigo. Y es también el momento de hacer un sereno pero urgente ejercicio de autocrítica, muy especialmente por una izquierda carente de liderazgos y de un proyecto que ilusione y supere la lucha de egos, pero también por una ciudadanía que, instalada en la comodidad de la democracia representativa, pensó ilusa que los derechos eran irreversibles. Una ciudadanía que, con demasiada frecuencia, olvida que nuestros representantes son espejo del pueblo que los elige y que la democracia, además de votar cuando toca, es un permanente compromiso. Incluso yo diría que algo más: una permanente lucha para que la dignidad de todas y todos no se convierta en moneda de cambio.

Y, por supuesto, nunca deberíamos olvidar que las personas humilladas, discriminadas y asesinadas tienen nombres y apellidos. El chico trans cordobés, el amigo gay de mi hijo, las mujeres que sienten miedo e inseguridad en los espacios públicos, los «sin nadie» que llegan a nuestras playas con el sueño de encontrar un nombre. Todas ellas nos interpelan en estos tiempos de revanchismo patriarcal y conservador. Es pues una exigencia democrática pasar del discurso a la estrategia y de ésta a la acción. Nos estamos jugando la democracia y, con ella, el futuro de la humanidad.

* Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba