Opinión | Para ti, para mí

Semana Santa: La gran hora de Dios en la cruz

Es también la hora nuestra, convertida en interrogante a lo largo de los siglos y de la historia que necesita una urgente respuesta

La Semana Santa comienza con la bendición de las palmas y olivos para acompañar a Jesús, en su Entrada triunfal en Jerusalén, primera procesión que realiza su Estación de penitencia con las imágenes de Nuestro Padre Jesús de los Reyes y Nuestra Señora de la Palma, con salida de la parroquia de san Lorenzo. De nuevo, Dios baja a la ciudad y recorre sus calles, mientras el pueblo cristiano lo contempla en cada imagen entre recuerdos emocionados y sentimientos encontrados, entre miradas de una fe desnuda, en buena parte tradicional y sociológica, junto al calor y la devoción que nuestras hermandades y cofradías derraman a su paso entre la multitud. Mirar no es sólo ver sino comprender lo que se ve. Simone Weil escribió que «una de las verdades fundamentales del cristianismo, desconocida con frecuencia, es ésta: lo que salva es la mirada». Es verdad. Necesitamos esa «mirada», «los ojos iluminados del corazón», de los que hablaba san Pablo. Y en ese mar de pupilas encendidas nos sumergimos estos días para encontrarnos con Dios. Porque la muerte de Jesús, el drama de su pasión que conmemoramos a lo largo de esta Semana Santa, no es una anécdota ocurrida en un rincón de las páginas de la historia. Es, si se lee con un átomo de fe, algo que taladra el mundo y el tiempo. A fin de cuentas, sigue siendo exactísima la aguda intuición de Pascal: «Cristo estará en agonía hasta el fin del mundo. No se debe dormir en esta hora». Esta hora es la gran hora de Dios en la cruz y es también la hora nuestra, convertida en interrogante a lo largo de los siglos y de la historia que necesita una urgente respuesta. Hoy ocurre algo decisivo para cada uno de nosotros. Decisivo por la persona que vive esa muerte. Dostoievski temblaba ante el solo nombre de Jesús: «Este hombre fue lo más excelso de la tierra, la razón por la cual la tierra existe. Todo nuestro planeta, con todo lo que contiene, sería una locura sin este hombre. No ha habido ni habrá jamás nada que le sea comparable. Ahí está el gran milagro». O como subraya Dietrich Bonhoeffer: «Si la tierra ha sido digna de albergar a un hombre como Jesucristo, si un hombre como Jesús ha podido vivir aquí, entonces también para nosotros la vida vale la pena. Si Jesús no hubiera vivido, entonces nuestra vida, a pesar de todos los otros hombres que conocemos, veneramos y amamos, estaría desprovista de sentido». Pero aún es más decisiva esa muerte por lo que en ella ocurre. Albert Camus, desde su dramática falta de fe, lo intuía profundamente: «La noche del Gólgota tiene tanta importancia en la historia humana porque en aquellas tinieblas, abandonando ostensiblemente sus privilegios tradicionales, la divinidad ha vivido hasta el fondo, hasta la desesperación, la angustia de la muerte». Pero no es ni siquiera el drama solitario de un hombre que es Dios. En el Calvario se juega la historia de todos los hombres, como apuntara con acierto y solemnidad León Bloy: «Jesús está en el centro de todo, asume todo, carga con todo, lo sufre todo. Es imposible golpear hoy a cualquier persona sin golpearle a él, imposible humillar a alguien sin humillarle, maldecir o asesinar a alguno sin maldecidle o matarle a él. Y el más vil de todos lo malandrines se ve obligado a tomar en préstamo el rostro de Cristo para recibir un bofetón de no importa qué mano. De otro modo, la bofetada no llegaría nunca a alcanzarle y se quedaría suspendida, en el espacio de los planetas, en los siglos de los siglos, hasta que llegase a encontrar ese rostro que perdona». La Semana Santa que hoy comienza con el Domingo de ramos, no es sólo la de Dios, sino también la nuestra. Si Dios ha muerto identificado con las víctimas, su crucifixión se convierte en un desafío inquietante para los seguidores de Jesús. No podemos separar a Dios del sufrimiento de los inocentes. No podemos adorar al Crucificado y vivir de espaldas al sufrimiento de tantos seres humanos destruidos por el hambre, las guerras o la miseria. No nos está permitido seguir como espectadores de ese sufrimiento inmenso alimentando una ingenua ilusión de inocencia. Hemos de rebelarnos contra esa «cultura del olvido» que nos permite aislarnos de los crucificados, desplazando el sufrimiento injusto que hay en el mundo hacia una «lejanía» donde desaparece todo clamor, gemido o llanto.

Comienza la Semana Santa, -la de los templos, la de la calle y la de cada corazón creyente o no-, poblada de sentimientos y emociones. «En esta Semana Santa, nos dice el papa Francisco, levantemos nuestra mirada hacia la cruz para recibir la gracia del estupor. San Francisco de Asís, mirando al Crucificado, se asombraba de que sus frailes no llorasen. Y nosotros, ¿somos capaces todavía de dejarnos conmover por el amor de Dios? ¿Por qué hemos perdido la capacidad de asombrarnos ante él? ¿Por qué? Tal vez porque nuestra fe ha sido corroída por la costumbre. Tal vez porque permanecemos encerrados en nuestros remordimientos y nos dejamos paralizar por nuestras frustraciones». Ojalá Córdoba viva una Semana Santa de fe, de esperanza y de amor, de la mano de nuestras hermandades y cofradías. Y acaso contemplando con ternura nuestra vida, mientras recordamos los versos del poeta Juan Eduardo Cirlot: «Mi alma es un paisaje con columnas. / Mi alma es un incendio donde nieva. / Mi alma es un almendro de oro blanco. / Mi alma es una fuente enamorada».

*Sacerdote y periodista

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