Opinión | COSAS

Primarios

La cuota de empatía hacia el campo es grande, mucho mayor que otros colectivos

Nunca dejará de sorprendernos la capacidad del lenguaje para retratar nuestras grandezas, miserias y contradicciones. Nuestro gen competitivo nos ha llevado a ensalzar al primero, ese que rompe la cinta de la meta u holla un terreno desconocido. El ‘primus inter pares’ es la aristocrática unción del líder entre iguales -otra de nuestras geniales paradojas-; su equivalencia griega es el ‘protos’, con la bella acepción que enlaza el teatro helénico con el celuloide, pues el protagonista no es sino quien encabeza la catarsis por nosotros, los espectadores.

Sin embargo, en las revueltas del lenguaje, y pese a gozar de la misma raíz, no es lo mismo primero que primario. Cual si se tratase de una deriva de los continentes, lo que al principio fue una poderosa identificación, con el tiempo ha adquirido unos tintes despectivos, apuntando a la creciente sofisticación de lo secundario y, sobre todo lo terciario, proyección piramidal asociada al rebufo de la civilización y el progreso. El campo es el arquetipo del sector primario, el reservorio estratégico de nuestra propia supervivencia, pero también el tablero donde se dirimían iconografías revolucionarias o retrógradas. Entre las primeras, surge la evidente vinculación entre el agro y el movimiento anarcosindicalista, con tanta raigambre histórica en Andalucía. Pero también ha sido el feudo de levantamientos reaccionarios, inspirados en el credo de lo primigenio y la tradición. Ahí está en buena medida el germen de las guerras de la Vendée en Francia, que intentaron parar infructuosamente el triunfo de la Revolución; o esa esencia a heno y a caserío que siempre intentó mantener el ideario del carlismo.

La hipócrita lapidación del desarrollismo se fundamentó en la masiva migración del campo a la ciudad. Empatizamos con las labores agrícolas por su carácter primigenio más que primario; por asociarlas con la naturalidad de una vaquería y otros clichés que nos desmontan a los urbanitas, incapaces de seguir esos ritmos más allá de la pueril pedagogía de una granja escuela.

Los agricultores han aflorado su descontento siguiendo la estela francesa, mucho más ducha en poner en jaque a las instituciones europeas. Ya lo hacía José Bové hace casi un cuarto de siglo, encabezando su cruzada contra McDonald’s en los pañales de la antiglobalización; compatible con eso de reventar la mercancía de camiones españoles, casi tan antiguo como el hilo negro. Ahora se ha predicado el «y tú, más», endosando siempre al foráneo la competencia desleal; y zarandeando a la Comisión, aprovechando que en junio hay elecciones europeas y debilitando tecnicismos ecológicos que, de la noche a la mañana, han dejado de tener -acaso de una manera un tanto irresponsable- tanta sustantividad.

La cuota de empatía hacia el campo es grande, mucho mayor que otros colectivos que también esgrimen sus reivindicaciones -ahuyentar el hambre es el primer círculo del soberanismo-. Sin embargo, puede derramarse como la cántara de la lechera si se sobredimensionan sus demandas a costa de un estrangulamiento de la economía nacional. No puede plantearse cercar con tractores las Cortes o la Moncloa como si Aníbal llevase a Roma sus elefantes. Aquí, la autarquía tiene unas connotaciones propias, entroncadas con las conspiraciones judeomasónicas y las cartillas de racionamiento. Y, por más que se vitupere, el Mercado Común ha sido la tabla de salvación de esta remontada de prosperidad de las últimas cuatro décadas. Ello es plenamente compatible con unas mayores exigencias de homologación que redunden en la calidad de los productos y la tranquilidad del consumidor.

Aquello del tractor amarillo quiso ser en su día una suerte de himno del orgullo rural, con la vis atractiva de las verbenas como evocador punto de encuentro. Los tópicos se desactivan en el entendimiento, comenzando por erradicar connotaciones negativas. Primarios, pues, y a mucha honra.

** Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor

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