Opinión | el triángulo

Valorar la diferencia es de valientes

Hace tiempo que creo que la sociedad no es justa, que los buenos no siempre ganan y que el mundo no avanza hacia el progreso y la solidaridad sino hacia el individualismo y la codicia. La venganza, el rencor y los ajustes de cuentas toman las riendas frente al sentido común y el interés general. No acabo de entender por qué cuantos más recursos tenemos a nuestro alcance para hacer de este planeta un lugar más confortable para vivir, ciertas personas se empeñan en convertirlo en un terreno inhóspito y cruel.

La vida se encarga de recordarnos que la salud no es de hierro ni la lealtad consustancial al ser humano. Por más amor que hayamos demostrado a la familia, fidelidad a un amigo o sacrificio a una profesión, siempre hay a quien le resultará insuficiente. El problema no está en el emisor sino en el receptor, que todo le parece poco. Es la insatisfacción de lo que escapa al control de estos tiempos modernos. Lo que queda fuera de la zona de confort, descoloca y asusta.

Confrontar ideas distintas ha dejado de ser un ejercicio de debate enriquecedor y una oportunidad para empatizar con el que se ubica en posicionamientos opuestos. Ahora se trata de ganar machacando y rodearse de los que aplauden tu opinión, no de los que pueden cuestionarte en un momento dado y te hagan replantearte tu dirección en el camino. El márquetin ha ganado la batalla al contenido, el clic inmediato a los análisis sesudos de la prensa y la inteligencia artificial a la espontaneidad y a la creatividad. El inmediatismo ha aniquilado al talento y la eficiencia económica al reconocimiento. Lástima de aquellas profesiones que antaño eran valoradas socialmente y sus ejercitadores considerados casi héroes públicos. El profesor era una autoridad, como el médico, el alcalde y el periodista. Cada uno cumplía su función determinada, fundamental en la parcela de la vida en la que se desarrollaba: facilitar el conocimiento, salvar vidas, dirigir el bien común o informar para conocer el mundo. De qué vale tener una vida si caminamos desnudos y sin herramientas para afrontar lo que se nos cruce por el camino; si no nos proveemos de un lenguaje con el que comunicarnos y sobre todo entendernos; un contexto en el que situarnos en el mundo; y una capacidad de comprensión con la que diferenciar lo real de lo imaginario y lo objetivo de la manipulación. ¿Compensan las fuentes sin agua, las conversaciones vacías y los gritos sin eco? ¿Vale la pena llenar el mundo de ejércitos de cuerpos decapitados donde solo importe estar sin ser? Como dice un amigo: hay algo peor que ser torpe y es ser cobarde.

* Periodista

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