Opinión | la espiral de la libreta

Ahogadas hasta la ruina por una estafa

Las dos hermanas se habían echado ‘novio’ por Facebook, dos falsos militares estadounidenses

El triple homicidio de Morata de Tajuña comparte sobrecogedoras concomitancias con otro episodio de la crónica negra acaecido en 1956: el crimen de Mazarrón. Sobre aquellos hechos, Fernando Fernán Gómez realizó una película espléndida que la censura obligó a estrenar casi a hurtadillas y en un cine de barrio. En ‘El extraño viaje’ (1964), tres hermanos solteros -los encarnaban los actores Jesús Franco, Rafaela Aparicio y Tota Alba- viven juntos en un caserón de pueblo, compartiendo una existencia monótona que estalla por los aires con la irrupción de un galán estafador (Carlos Larrañaga). La relación erótica que entabla la mayor con él desencadena la muerte de los tres hermanos: ella, asesinada y oculta en una tinaja de vino. Una joyita cinematográfica donde se mezclan los claroscuros del deseo, el tremendismo de la tradición hispana, algo de esperpento, el pueblo convertido en coro griego y un pellizco de crítica social.

Volviendo a Morata de Tajuña, en la Baja Alcarria, Dilawar Hussain Choudhary ingresó el miércoles en prisión tras haber confesado el asesinato de los tres hermanos septuagenarios (Ángeles, Amelia y José Gutiérrez Ayuso), también solteros y sin hijos, quienes le debían alrededor de 50.000 euros. Se los pidieron en préstamo las dos mujeres, que habían descendido peldaño a peldaño hasta la ruina. Por amor. O por una mixtura de ensoñación y codicia.

Las dos hermanas se habían echado ‘novio’ por Facebook, dos falsos militares estadounidenses destinados en Afganistán, quienes las engañaron diciéndoles que necesitaban liquidez para los trámites de una supuesta herencia millonaria. Increíble pero picaron. Durante siete años, las hermanas estuvieron enviándoles remesas de dinero, hasta casi el medio millón de euros. Llegaron a vender el piso de su infancia en Madrid, para complacer a sus amantes fantasmagóricos.

Un amigo de las víctimas ha recalcado estos días que ni Amelia ni Ángeles eran «tontas», pues la primera había trabajado en un anticuario y la segunda había ejercido de maestra antes de jubilarse. ¿Cómo cayeron, pues, en la trampa de los embusteros? ¿Qué palabras de amor necesitaban escuchar?, ¿cómo se les disparó el resorte de la irracionalidad? No son las primeras mujeres mayores que sucumben al embaucamiento, a pesar de que los estafadores digitales repiten un esquema muy parecido: son hombres que trabajan en lugares distantes, ingenieros en plataformas petrolíferas, médicos de servicio en África, marinos mercantes varados en algún puerto extraño que, en cuanto ablandan las primeras defensas, imploran dinero a las enamoradas para salir de algún atolladero. A veces dicen ser viudos y muy creyentes. Máscaras para escarbar impúdicamente en la misma amarga soledad, en el mismo hueco del afecto.

* Escritora

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