Opinión | SOLIDARIOS

Mujeres y hombres de luz

Hay personas a las que no volveré a abrazar físicamente pero que anidan en mi corazón

Termina un año de despedidas para siempre, donde el adiós se convierte en eternidad. Comenzó este periplo de viajes sin retorno hace un año cuando llamé a mi amiga Lola, una jerezana andaluza comprometida con los derechos humanos, para felicitarla por Navidad. No me contestó, una amiga me informó que la habían encontrado muerta en su casa sentada en un sillón. Inmediatamente mis entrañas se removieron, humedeciéndose mis ojos. Lola Navarro, a pesar de su enfermedad, era toda vitalidad, transparencia, luz y ternura. Siempre manifestaba su dolor por las desigualdades y las injusticias.

Enrique de Castro nos dejó en febrero, llamado popularmente «el cura rojo de Vallecas». Murió con las botas puestas a los ochenta años. La jubilación no tenía cabida en una vida entregada a la juventud más rota y excluida, a los chavales de la calle. Este madrileño de familia acomodada se dio de bruces con la realidad, a la que supo escuchar, acoger y abrazar. Cuántas lágrimas, cuántas risas, cuántos bailes, cuántos velatorios, cuántas luchas, cuántas fiestas compartidas. Me llegó a decir que no quería misas ni curas en su entierro, solo brindis con copas de vino por la vida.

El mayo florido y festivo por excelencia en Córdoba fue el mes elegido por Antonio Gala para partir a la otra orilla del río de la vida. Otro maestro. Fue un referente para mi vida como cordobés y andaluz, escritor y activista, genio de la mejor filosofía y de la ironía más refinada, propio de un ser nacido a la luz del Mediterráneo. Le negaron el premio Príncipe de Asturias, el premio Cervantes, hasta una silla con letra minúscula en la Real Academia. No le importó porque sencillamente él nunca se vendió. Fue padrino de causas nobles: se solarizó con la lucha de los jornaleros andaluces, como pacifista se opuso a la OTAN, andalucista de corazón y vocación estuvo a favor de los pueblos empobrecidos y desterrados. Siempre recordaremos sus hermosas palabras en el bellísimo marco incomparable de la Mezquita: ¡Viva Andalucía viva! Su bandera era la andaluza, su pañuelo el palestino, su corazón a la izquierda, su sangre roja y su palabra divina.

Noviembre se llevó al teólogo José María Castillo y al activista Pablo Fernández. Pepe Castillo enseñó que ser cristiano es una alternativa a la sociedad fratricida, egoísta, excluyente, machista, xenófoba... Pepe enseñó los símbolos de la libertad muy contrarios a los sacramentos, doctrinas y jerarquías que esclavizan, someten, aborregan, adormecen creando súbditos en vez de personas libres y justas. Pepe murió en paz. Con 94 años su corazón se apagó una mañana e inició el viaje definitivo. En la esquina de la calle de la vida lo esperaban sus amigos Diamantino Gracia Acosta, cura jornalero y revolucionario, y Pilar Traver, monja comprometida con las personas encarceladas. Ambos, andaluces de corazón, nos dejaron hace años.

Pablo Fernández, se marchó demasiado pronto. Este andaluz vocacionado por los derechos humanos no quería ver a nadie en la exclusión, no quería un mundo con fronteras, no quería ver a un niño sin familia. Lo conocí hace más de treinta años en el seno de las comunidades cristianas populares. Joven entregado a la construcción de otro mundo es posible, fue dejando su estela de bondad, empatía, compañerismo por donde pasaba.

Miguel Romá emprendió su último viaje días antes de cerrar este artículo. Miguel hubiese merecido todos los premios solidarios de su ciudad por su trayectoria profesional y social. Luchador incansable por los derechos humanos abrió su casa a decenas y decenas de hombres y mujeres migrantes tan ligeros de equipaje que ni siquiera tenían regulada su estancia en España. Miguel y su familia decidieron hace treinta años romper la frontera de la familia biológica, haciendo de su hogar, «la Peri» como se conoce en Alicante, un espacio de encuentro y acogida donde fluye la vida.

Todas ellas personas a las que no volveré a abrazar físicamente pero que anidan en mi corazón. Ayudaron a la construcción de un mundo más humano, a apostar por los derechos humanos, la igualdad y la justicia. Enseñaron a tener una fe sin fronteras en el ser humano. Estos hombres y mujeres tienen un denominador común: su fe en la persona, sobre todo en la más débil y necesitada. Personas seguidoras del profeta de Nazaret que no soportó la injusticia social y la desigualdad, desobedeciendo al poder constituido. Un Jesús que nada tiene que ver con el pantocrátor de Constantino, ni con los fraudulentos papas y reyes, ni con el Santiago Matamoros bélico y excluyente; nada que ver con las Cruzadas y las muertes en la hoguera. Ni tuvo religión ni creó religión alguna, solo el amor fue su camino, su sentido de la vida. Ellos tenían fe en el Nazareno que pasó por la historia haciendo el bien, sin doctrinas ni falsos cumplimientos.

¡Brindaré, brindaremos, por vosotros, mujeres y hombres de luz!

* Profesor y escritor

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