Opinión | EDITORIAL

COP28: el camino está claro

Incluso quienes tienen beneficios a perder a corto plazo aceptan que los perjuicios de la parálisis son aún mayores

Momento de aprobación del acuerdo final de la cumbre del clima.

Momento de aprobación del acuerdo final de la cumbre del clima. / GIUSEPPE CACACE / AFP

La 28ª conferencia de las partes que suscribieron la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático que entró en vigor en un ya lejano 1994 (la COP28) empezó tan llena de expectativas como de dudas. En gran parte, centradas en las suspicacias ante cuál sería el nivel de compromiso que mostrarían los grandes países productores de petróleo una vez llegado a un punto en que, tras 27 encuentros similares a lo largo de tres décadas en gran parte perdidas (algunos con avances significativos y otros estériles), cerrar los ojos a la evidencia es imposible, las estrategias dilatorias chocan con una cuenta atrás cada vez más inminente y resulta incuestionable que un sistema energético basado en los combustibles fósiles es incompatible con mantener un planeta habitable para todos. 

Pero el resultado ha sido algo más que razonable, con el presidente de la COP28, el director general de la compañía petrolífera estatal de los Emiratos Árabes Unidos cubierto de elogios inesperados. Que incluso quienes tienen beneficios a perder a corto plazo acepten que los perjuicios de la parálisis son aún mayores es quizá la mayor prueba de hasta qué punto es grave el precipicio ante el que nos asomamos.

El acuerdo al que se ha llegado reconoce que entramos en la «década crítica» en la que la acción es inevitable y la inacción nos llevaría a un punto de deterioro climático sin retorno. Introduce la creación de un fondo para compensar a los países que no se han beneficiado del crecimiento económico en la era de uso masivo de los combustibles fósiles pero sí sostendrán gran parte de los datos de la ruptura que han supuesto en el equilibrio ecológico del planeta. 

Establece el propósito de reducir las emisiones el 43% en 2030, el 60% en 2035 y alcanzar en 2050 el «cero neto». Es decir, que las emisiones provocadas por la quema de combustibles fósiles no sea superior a la capacidad de captura y almacenamiento de carbono. Y acepta que ese proceso de «transición acelerada» puede seguirse de diversas formas (sin excluir modelos que pongan el foco en el ahorro energético, en la electrificación masiva sostenida en la eólica, solar o el hidrógeno verde o en la prolongación de la energía nuclear).

Se trata, con todo, de una hoja de ruta, pero compartida. Define qué se ha de lograr. Y solo en parte, cómo llegar a esos objetivos. Los intentos de ganar tiempo al tiempo han sido demasiados para confiar en que no volverá a aparecer esa tentación. Los compromisos económicos con los países del sur global son aún insignificantes ante la inmensidad de las necesidades que afrontarán en una transición energética que encaran sin medios (y con la tentación de exprimir las últimas gotas de petróleo y las últimas paletadas de carbón que nos podamos permitir, sobre todo el los casos en que son países productores). 

El objetivo del «cero neto» puede alcanzarse de forma real, o haciéndose trampas al solitario, exagerando la capacidad de captación de carbono de tecnologías hoy aún inexistentes para justificar la prolongación de un sistema energético ya fósil. Y finalmente, esa flexibilidad en las formas de seguir esa hoja de ruta depende de la responsabilidad ambiental de naciones que hasta ahora no se han destacado por ella y que pueden tener incentivos notables en rehuirla.