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Hermano

Trabajar en un instituto de educación secundaria te da la oportunidad de estar al tanto de ciertas modas lingüísticas que distinguen la efervescente forma de hablar de la población juvenil. La omnipresencia de la construcción «en plan» («no sé si vamos a salir en plan tranquilos o en plan como el último sábado») sigue afeando no pocas exposiciones orales en clase por más que el profesorado procure la desaparición de esa muletilla conversacional tan invasiva como las malas hierbas en contextos que exigen cierto esmero comunicativo («muy bien, Laura, pero intenta no decir continuamente en plan», «vale maestro, es que estoy acostumbrada, en plan... que me sale solo»).

Con no menos fuerza que el mencionado «en plan» se ha extendido últimamente otra tendencia léxica de esas que funcionan como herramienta de cohesión identitaria, otra de esas costumbres idiomáticas a las que se suman todas las inocentes (y no tan inocentes) criaturas que pretenden no quedar al margen de eso tan importante en edad adolescente que es la pertenencia a un grupo de semejantes con vida social. Esa tendencia a la que me refiero es el insistente uso de «hermano» como vocativo: Rubén sale ofuscado del examen de Matemáticas. Lo espera su amigo Pablo para ir juntos al recreo. Rubén se desahoga mientras le quita el papel de aluminio al bocata (de proporciones como para albañil vasco) preparado amorosamente por su madre para saciar el estómago de su esforzado vástago a media mañana: «Illo, hermano, es que no había terminado de leer el enunciado del último problema que era to largo y ya se estaba levantando la gente, hermano». Pablo empatiza con su amigo del alma mientras engulle una palmera de chocolate y esquiva un balón que a punto está de amargarle el momento más dulce del día: «Por la cara, hermano, por la cara».

Cuando yo tenía la edad de mis estudiantes, eso de llamar «hermano» a tu interlocutor constantemente era cosa de negros (perdón, afroamericanos) en películas estadounidenses dobladas al español, gente oprimida que verbalizaba el vínculo fraternal y evangélico con sus compañeros de fatigas («No podemos tirar la toalla, hermano»), tipos que esgrimían esa palabra ante el poderoso de turno con desenfado guasón aun en las circunstancias más adversas («¿A qué viene esto, hermano?, soy un ciudadano honrado, pago mis impuestos»).

Lo que siempre se ha estilado en la calle en lugar de ese «hermano» un tanto artificial de la chavalería actual --peor es lo de «bro», sobre todo en boca de señores que peinan canas y quieren ir de modernos--⸺ era y es otro término familiar: «tío» (con variantes como «primo» o «compadre» en ambientes más folclóricos). Se ve que los vínculos interpersonales son más intensitos ahora y de ahí lo de «hermano» por aquí y «hermano» por allá. Aunque, si nos paramos a pensarlo un poco, nada nuevo supone el empleo recurrente de vocativos familiares en un entrecruce de hablas como las cordobesas, en las que significantes como «padre» y «madre» expanden sus significados para referirse lo mismo a un novio que a una hija que a un vecino que a una clienta, en no pocas ocasiones con un retintín hiriente, el de la abuela solitaria que comiéndose un yogur frente al televisor le suelta a Pedro Sánchez: «Anda lo que estás formando, padre».

** Profesor

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