Opinión | a pie de tierra

Greguerías

En esta España nuestra tan desmemoriada, muchos han olvidado ya la euforia colectiva ante las diversas «desescaladas» vividas durante la pandemia, que, más allá del caos y la confusión provocados por lo absurdo de algunas normas, lo etéreo de otras y lo improvisado del resto, partieron inicialmente sin tests universales ni haber comprobado el alcance real de la crisis sanitaria, favoreciendo tal vez, por imprevisión y exceso de arrogancia, decenas de miles de fallecidos. A eso se le llamó la «nueva» normalidad: todos en la calle pero confinados, calladitos y dejando hacer, mientras la actividad parlamentaria seguía interrumpida y los parlamentarios sin rendir cuentas ni meter los riñones para recuperar el pulso. Me retraigo a esta época tan dolorosa de nuestra historia reciente para poner en evidencia una obviedad: todos los actos tienen sus consecuencias, y es importante que cuando tomemos decisiones lo hagamos calculando los riesgos y a sabiendas de lo que luego puede venir. En este país estamos demasiado acostumbrados a disparar con pólvora de rey; a que paguen el pato justo quienes lo hicieron bien, en beneficio de una masa clientelar de dóciles subsidiados que se limitan a dejar que todo cambie para que al final las cosas sigan como estaban y continúen viviendo en la gloria; a que nadie asuma responsabilidades y se despilfarre el dinero o la decencia en ejercicios de megalomanía o para salvar el propio trasero, sin tener jamás en cuenta que la devaluación de la moral acaba siempre pasando factura. Bastaría pararse un momento y mirar al pasado; pero claro, eso exigiría un esfuerzo mental al que ya no estamos acostumbrados. Mejor vivir enredados en las redes sociales que pensar o leer un libro.

Es el tiempo de los miserables y los mediocres, que, sorprendentemente, han conseguido hacerse con la sociedad y nos pastorean sin problemas por su senda de moralidad cuestionable, aborregados y prácticamente sin criterio después de muchos años de adoctrinamiento educativo y televisivo, sabedores de que nadie dirá ni pío para no verse señalado ni perder sus prebendas o su ‘statu quo’, por limitados que sean. Y, cuando esto ocurre, no cabe esperar grandes cosas, entre otras razones porque quienes podrían plantar cara se ven cortapisados a su pesar por una tara enorme: ellos sí tienen límites, rémora insalvable frente a los que ni los tienen ni los han conocido. Quienes no saben qué son los escrúpulos, se mueven en todos los ámbitos de la vida sin vallas ni restricciones físicas, éticas o morales que pongan freno a sus desmanes, y resulta inviable con ellos cualquier tipo de dialéctica de no ponerse a su altura y tener las tragaderas para hacerlo. Recuerden la fábula de la rana y el escorpión: a cada uno le acaba saliendo siempre su propia naturaleza, y quien nace lechón, muere cochino.

«Hay que ver lo que hacían los romanos en esa época. La piedra no se cae..., ¡cómo la pegarían, oye!». Son palabras que se atribuyeron (yo no se las oí) hace unos años a la inefable Belén Esteban tras regresar de un viaje a Roma en el que había «visto más monumentos que en toda su vida». Sin duda, el reflejo de una sociedad modelada a golpe de ‘Sálvame’, que prefiere las cosas fáciles e inmediatas a tener que hacer el menor esfuerzo para conseguirlas; el lenguaje de la calle a las disquisiciones semánticas propias de la Real Academia; la maledicencia y el cotilleo al debate sosegado y constructivo; una buena paguita que dé para el manduque, las cañitas, el alterne y algún viaje, a dejarse el alma en el trabajo, emprender o prepararse a fondo para buscar el sustento; endeudarse para las vacaciones, el abono del fútbol o el último modelo de ‘smartphone’ a pagar el alquiler; criticar con saña a ejercer la autocrítica; contradecirse sin pudor a conceder la razón al contrario. Hemos invertido las prioridades y, cuando una sociedad no tiene claro hacia dónde se dirige, acaba deshumanizada y en manos de déspotas y visionarios que le roban día a día sus derechos, la limitan desde el punto de vista intelectual, la empobrecen económica y culturalmente y la moldean hasta robarle el criterio para manejarla con más comodidad y arrastrarla al desastre.

Son las incoherencias y absurdos de los tiempos que nos han tocado vivir, tan marcados por los egos y el sectarismo que hacen imposible cualquier acuerdo. Llevamos décadas potenciando lo que nos separa en lugar de mimar y nutrir lo que nos une. Que nadie se llame a engaño, por consiguiente, cuando todo eclosione y España termine como en época de Viriato. Cuentan las crónicas que cuando Al-Hakam I, con fama de borracho entre los cordobeses, vio desde las torres de su alcázar las dimensiones que cobraba la revuelta popular del barrio de Saqundah, separado del alcázar sólo por el puente, temiendo que sus mercenarios -los ‘mudos’- no lograran controlarla, volvió a su tocador y se perfumó la cabeza con almizcle y algalia por si caía en la algarada. Quería que su cadáver se distinguiera con facilidad, también en la muerte, de la chusma maloliente que conformaba la plebe, aquella ‘amma’ hormigueante que abarrotaba las calles y los zocos y se pasaba la vida reclamando. Pues eso...

* Catedrático de Arqueología de la UCO

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