Opinión | la curiosa impertinente

Deseos

«Ojalá estuviera prohibida de verdad la muerte de los inocentes, sin importar si son judíos o palestinos...»

Ojalá lloviera todo el otoño con lluvia suave y densa que limpiara el ambiente, matara virus y purificara el aire. Ojalá alguien con autoridad suficiente repitiera aquello tan justo de ¿por qué no te callas? Ojalá soplaran vientos de paz y tolerancia -el amor es, sin duda, pedir demasiado-, la prudencia invadiera parlamentos, sedes de partidos, cuarteles y hasta iglesias invadiera, mientras se lleva las mentiras y las palabras huecas.

Ojalá los responsables de la cosa pública, allá donde se encuentren, en sus mansiones, sedes gubernamentales, casas blancas, rosadas o del color que sea, incluso refugios ocultos donde ensayan estrategias mortíferas para eliminar seres humanos a los que llaman enemigos, en lugar de empezar sus mañanas en modo Alan Bates en American Psycho, obsesionados por su rutina de belleza e imagen, lo hicieran con sesiones de meditación y silencio, y antes de empezar a mentir como el mismo Bates en el restaurante de lujo, se miraran allá dentro donde late su alma, si la tienen, encontraran al niño que fueron, y descubrieran la santa vergüenza por convertir el mundo en el infierno en que lo están convirtiendo --a lo Bates y su motosierra-, el arrepentimiento y la voluntad para actuar según la moral, la conciencia, la ley natural, el respeto a los derechos del ser humano y el bien común. Ojalá las instituciones impusieran a sus miembros clases de meditación, el silencio inteligente sustituyera al parlotear incongruente, y el verbo, cuando sonara, significara su sentido primigenio sin adulteraciones propagandísticas, relatos mentirosos y tergiversaciones interesadas.

Ojalá estuviera prohibida de verdad la muerte de los inocentes, sin importar si son judíos o palestinos, nacidos o nonatos, mujeres o varones, musulmanes o cristianos, suecos o tunecinos.

Y ojalá los culpables fueran castigados, no con la muerte, que ningún ser humano es dueño de la vida de otro, sino con un remordimiento tan espantoso que, como al espectro de Hamlet padre, les hiciera vagar por la eternidad murmurando sin descanso «¡horrible, es demasiado horrible!».

*Profesora

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