Opinión | TRIBUNA ABIERTA

Especies en riesgo de extinción

¿Cuándo empieza a extinguirse algo valioso? Quizá cuando lo dejamos caer sin preocuparnos de repararlo

Me gusta pasear por las mañanas por La Corredera. Allí levanto la cabeza y miro el cielo azul recortado por los aleros de esas casas que tienen tanta historia y deben de haber visto tanto. Entonces me siento como soy, una jubilada, que es lo más parecido a un animal en peligro de extinción y me imagino que soy un lince, mucho más bello, mucho más ágil. Y busco las lámparas de Juan Cuenca que un día estaban y al siguiente no, mientras espero, como un lince, con su paciencia y su atención, que vuelvan a aparecer igual que se fueron: casi de repente. Pero no, no están; siguen las luces de cuarto de baño que pusieron en su lugar. Con mi frustración a cuestas entro en el mercado temiendo que le pase como a las luminarias, que un día desaparezca de repente y me encuentre con otra cosa: una gran superficie, un festival de bares...

Respiro: todavía está. Me pongo en la cola de un puesto pensando en esas cosas tan raras cuando noto el temblor sordo que anuncia la llegada de un mensaje al móvil. Lo abro y me concentro en lo que dice. Lo malo de ser un lince es que cuando te concentras te concentras, y no te enteras de lo que pasa alrededor. Hasta que un revuelo consigue distraerme y oigo al pescadero dirigirse a los clientes en voz lo bastante baja como para no llamar la atención:

-¿Ve usted a esos? Hoy vienen porque dentro de nada hay elecciones, hasta se reúnen con nosotros si se lo pedimos; pero después de las votaciones no se acuerdan ni de nosotros ni de lo que nos dijeron que harían...

Entonces giro la cabeza y veo -en el puesto de enfrente y después de haber pasado por el nuestro sin que nadie les dijera nada- dos caras que me parecen conocidas. Poco a poco las reconozco, aunque soy lenta con las caras (y no sólo con las caras). Son un candidato a la alcaldía y un alto cargo de su partido intentando hablar con los ciudadanos.

Cuando se van, la gente comenta la visita entre el jolgorio y la indiferencia. Sólo alguna mujer muestra un poco de compasión: «Pobres, qué poco caso les hemos hecho». Me siento mal. Pienso que si no hubiera estado tan distraída podría haberles preguntado algo. Por ejemplo, si se comprometían a buscar las luminarias y a traerlas de nuevo, aunque solo fuera para hacerles ver que aún confío en que son útiles, no vayan a convertirse también en una especie en extinción. Cuando era pequeña solo se veían políticos como ellos en la televisión o en el nodo, eran los ‘procuradores-a-cortes-por-el-tercio-familiar’. Me sale de corrido decirlo y aún puedo verlos (en blanco y negro) sentados en sus butacas con unas chaquetas tan blancas que parecía que iban hacer de nuevo la primera comunión.

No me gustaría volver atrás y, a pesar de que también siento a veces un poco de desafección política, espero que no se evaporen como las lámparas. Ni que desaparezca el mercado, ni la plaza de La Corredera, ni tantas cosas que son de todos: eso que llaman lo Público.

¿Cuándo empieza a extinguirse algo valioso? Quizá cuando lo dejamos caer sin preocuparnos de repararlo, cuando no echamos de menos su primera ausencia o nos decimos: bueno, si hay más -y cada vez hay menos; hasta que un día ya no está-. Y sobre todo, cuando nos dejamos llevar por el desaliento y nos convencemos de que no se puede hacer nada para evitar la extinción. Ahí ya nos hemos rendido y cualquier día desapareceremos también. Como las luminarias.

Un poco más triste, el lince vuelve a su casa con media docena de acedías fresquísimas que le ayudarán a luchar contra el desaliento y decide que no quiere extinguirse todavía. Así que la próxima vez no se llevará el móvil a La Corredera. O lo pondrá en silencio, que ni siquiera tiemble. Nunca se sabe con quién te vas a encontrar y no se pueden perder oportunidades de participación política. Ni de pedir explicaciones.

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