Opinión | tribuna abierta

Carrera oficial

Tiemblo al pensar que a un niño le estalle un globo en la carrera oficial. ¿Por qué? Porque vivo a cien metros de la Mezquita Catedral

Mi mayor temor durante la Semana Santa es que a un niño le estalle un globo. Por eso, al saber que esa semana se acerca empiezo a temblar. Cuando las hermandades la esperan con fervor e ilusión, los cofrades sacan brillo a las varas, los nazarenos planchan sus hábitos y las mujeres que no saldrán de nazarenas alisan las mantillas; cuando los costaleros hacen sentadillas, el capataz aclara su voz y el hermano mayor cepilla su traje, yo tiemblo al pensar que a un niño le estalle un globo en la carrera oficial. ¿Por qué? Porque vivo a cien metros de la Mezquita-Catedral y, desde hace siete años (sí, este será el séptimo), durante la Semana Santa también vivo a cien metros de la carrera oficial.

En pocos días, todo el perímetro estará recubierto por unos entarimados con palcos y sillas forrados con telas rojas, que le dan prestancia y tapan las tablas que los contienen, y una empalizada alrededor, que le da un aspecto de fortaleza inexpugnable. Y lo es: es muy difícil que se cuele nadie sin abono. Las calles que rodean la mezquita, estrechas de por sí, se adelgazan tanto que a duras penas pasa una hilera de peatones por el borde exterior. A pesar de eso, durante las procesiones, crecen en número y se agolpan contra la valla, intentando ver los pasos. Es el atractivo de un marco único, sobre todo si nos lo ponen difícil. ¿Qué pasaría si a un niño le estallara un globo, que el motor de una moto produjera una pequeña explosión o que alguien detonara un petardo que le había sobrado de navidad? Todos suenan parecido: como un tiro o una bomba.

Me dirán que eso también podía ocurrir antes, cuando desfilaban por estas calles muchas procesiones (casi todas, creo). También entonces había riadas de personas que se agrupaban en las zonas de mejor visión comiendo pipas, fumando y dejando todo tipo de residuos, orgánicos e inorgánicos, en el suelo. También entonces llegaban las procesiones, desde el norte y desde el sur, marcando el trayecto con regueros de gotas de cera que, al secarse, facilitaban patinazos y caídas a peatones y motoristas. Lo que pasa ahora es que la carrera oficial aglutina a mucho más público y ocupa un espacio fijo que reduce la movilidad de los transeúntes. Ese espacio está ubicado en un laberinto de calles estrechas, algunas sin salida (como en la que vivo) que, ante la reacción de pánico que podría desencadenar en la gente un ruido brusco y sordo, quizá el de un globo, se convertirán en cuellos de botella, o en ratoneras, sitios perfectos para que muchas personas sean aplastadas.

Por eso he decidido que este año actuaré. No saldré huyendo como los anteriores. Me armaré de una aguja larga, me apostaré en las Tendillas y cuando vea a un niño con globo dirigirse hacia el río, me acercaré con disimulo y se lo pincharé. No lo llevará a la carrera oficial. Eso sí que no. Cuando acabe con los niños que viene del norte, iré al puente romano, a por los del sur, y repetiré la jugada. Si los padres protestan, esgrimiré la aguja y les daré mis argumentos. Si son listos, me entenderán. ¿Por qué no? Si las cofradías velan por nuestras almas cordobesas, yo voy a velar por nuestros cuerpos. También se lo merecen.

* Psiquiatra

Suscríbete para seguir leyendo

TEMAS