Opinión | HISTORIA EN EL TIEMPO

Carlos Pujol, un catalán admirable

Uno de los humanistas de más alto gálibo y cimentada arquitectura de toda la cultura europea novecentista

En la hervorosa e incomparable Barcelona de los años sesenta de la centuria pasada germinaban ya -y, a las veces, con ostensible fuerza- algunas de las ideas madres del luminoso periodo de la Transición. Catalizador muy estimable de dicho periodo fue el nacimiento y pronto arraigo de la revista ‘Historia y Vida’, que tuvo como alma y sostén organizativo a una de las figuras más acendradas de la ebullente Cataluña de la época: Francisco Noy, hombre clave en el complejo económico-cultural de ‘La Vanguardia Española’ y del vasto e influyente entramado configurado durante todo el franquismo por el conde de Godó, sus múltiples colaboradores y peones infiltrados en todo el Principado, con sus muchas ramificaciones colaterales en la geografía de la antigua Corona de Aragón y su ancho y vibrante mundo.

En las atardecidas otoñales e invernales, tras sus amenas y enjundiosas clases de la Universidad Central de Barcelona, solía recalar en los dinámicos y poco confortables despachos de la mencionada revista -aledaños a los del imponente rotativo ‘La Vanguardia’- un intelectual catalán de la mejor estirpe: Carlos Pujol (1936-72). Filólogo destacado de unas promociones de muy alto bordo, verdadero «escritor total», traductor encomiable de italiano, francés e inglés, firma fija y hebdomadaria o mensual en revistas y periódicos -‘El Ciervo’, ‘Destino’, ‘Cuadernos para el Diálogo’, ‘Ya’, ‘La Vanguardia’...-, novelista de notable si bien escaso registro cuantitativo, ensayista de amplio y alquitarado espectro, memorialista y, finalmente, poeta en sus escasos ocios, fue ante todo y por encima de todo uno de los humanistas catalanes de más alto gálibo y cimentada arquitectura de toda la cultura europea novecentista.

Y es, justa y significativamente, tal condición la menos subrayada por el común de sus estudiosos. Cristiano de temple y formación descollantes, el ‘gengiskánico’ progresismo característico de la vida cultural de la España hodierna ha opacado con éxito una militancia que fue siempre tan discreta y respetuosa como interiormente ardida y creativa. Vaticanista ‘enragè’ -en el sentido, claro es, de conocedor altamente comprometido de su mensaje-, escribió sin duda algunas de las páginas más buidas sobre la llamada renovadora de la gran asamblea conciliar. Con erudita parsimonia y, en ocasiones, ‘cum mica salis’, acostumbraba a desgranar en la tarde-noche de las micro tertulias de ‘Historia y Vida’ algunas de sus sabias acotaciones al impacto en nuestra patria del memorable acontecimiento.

Cuando tan gran humanista cristiano traspasó las fronteras de la senectud su agenda estaba todavía bien colmada de proyectos que, de materializarse, habrían hecho del caballeroso y cosmopolita barcelonés el segunda Pla de las letras catalanas. No obstante, esta relativa frustración, su personalidad se erige en esta coyuntura de crispación y enfrentamiento entre las Españas que él amó apasionadamente como un vínculo estrecho y refulgente entre su amada Cataluña y su no menos idolatrada Celtiberia, a cuya fortaleza ilustre prestó servicios indesmayables e ilusionados.

** Catedrático

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