Opinión | MEMORIA DEL FUTURO

Democracia y violencia

Los políticos que participan en partidos democráticos nunca pueden apoyar las disputas violentas del poder

El año que ahora se inicia está marcado por la celebración de elecciones municipales, autonómicas y nacionales que fijarán la agenda política de nuestro país. Comenzó este periodo electoral a finales de diciembre con declaraciones políticas de algunos líderes de la derecha y la ultraderecha, que retomaron la idea, planteada desde el principio de esta legislatura, de la «ilegitimidad» de este gobierno y la de sus pactos con partidos minoritarios. Continuó enero con la manifestación de las fuerzas conservadoras, insistiendo en el mismo concepto y pidiendo la dimisión del presidente del gobierno.

Creo que interesa reflexionar sobre el concepto de democracia, entendida como un régimen en el que se deben tomar decisiones por parte de una sociedad para distribuir el poder que se va a ejercer en ella. En general, simplificando mucho, hay dos visiones: una que entiende la democracia para encauzar y contener el deseo de cambio, y otra que la considera el espacio para que los anhelos de cambio y justicia progresen. Eso es una parte de la sustantividad de la política, pero hay otra todavía más real: la democracia es una competición abierta por hacerse con el poder. Se puede entender la democracia como un sistema que pone orden en el debate sobre lo que debe ser, con base en la contraposición de fuerzas que tienen concepciones diferentes.

Los llamados regímenes ‘iliberales’ de carácter populista abogan por el gobierno de la mayoría que da todo su poder a un líder carismático y fuerte. Frente a ellos, las opciones liberales plantean que la mayoría debe respetar las instituciones democráticas, que se sitúan por encima de su poder, y también a las minorías que representan el sentir de una parte de la sociedad. Así, en el primer sentido, hemos visto gobiernos como el húngaro, el polaco o el esloveno que intentan imponer la visión de su líder como única y ponen en riesgo las instituciones constitucionales de sus países, limitando todo lo posible las opciones de la oposición.

Afirman algunos autores, que dado que el origen de nuestras democracias se sustenta sobre las revoluciones norteamericana y francesa, una vez alcanzada su vigencia institucional, su objetivo prioritario fue y es transformar la violencia en acción política. De ese modo, el fin último de la democracia es alcanzar la paz a partir de unos estándares mínimos de justicia, los suficientes para mantener esa situación. Todo debe quedar limitado a una pugna política en la que los contendientes aceptan como legítimo que el adversario triunfe, y el perdedor queda a la espera de la siguiente ocasión para tratar de vencer. Ni el ganador intenta laminar al derrotado, ni tampoco éste intriga con afán de venganza para derrocar a aquél. La democracia es el juego de la alternancia en el poder y una transición pacífica entre adversarios políticos.

Si se rompe este estatus y se deslegitima desde el propio partido o partidos de la oposición al vencedor, o se justifican acciones violentas contra el mismo --el asalto al capitolio o el reciente ocurrido en Brasilia-- se rompe el concepto de que la lucha solo debe serlo en términos políticos y se abre el camino desde dentro a la destrucción de la democracia. Los políticos que participan en partidos democráticos nunca pueden apoyar las disputas violentas del poder o acusar de ilegitimidad a quien lo alcanza a través de una mayoría democrática. Si lo hacen, abren la puerta a los enemigos de la democracia.

La violencia no solo puede ser física. Hoy asistimos, como nunca en los últimos cuarenta años en España, al empleo de la violencia verbal que es más sutil, sibilina y útil para abrir la puerta a los enemigos del sistema democrático. El parlamento ha abierto sus puertas a formas y expresiones en las que los políticos para su enfrentamiento dialéctico recurren al lenguaje violento. Afirman que representan el sentir de quienes los han votado y expresan así sus deseos de ver reflejadas sus quejas. Pero el lenguaje político de las élites no necesariamente refleja las quejas sociales, en lo que coincido con Ignatieff, historiador, exrector y expolítico canadiense. Los políticos deben evitar que las sociedades extremen sus divisiones, empleando un lenguaje duro en el contenido, si se quiere, pero suave en las formas.

No nos engañen los protagonistas de la violencia verbal. Es sabido que no hay una relación directa entre realidad y retórica. Nada garantiza que el político en su discurso describa la realidad social, pues precisamente su retórica lo que construye es un relato más o menos posible, con el anhelo de que el elector lo vote y le compre un discurso que, convenientemente difundido por los medios afines, confiera verosimilitud a los hechos relatados. De ese modo, el votante no solo termina eligiéndolo, sino que apuesta por esa representación de la realidad que, insisto, no es necesariamente real. Además, puede que de ese modo el votante asuma precisamente la retórica que halaga sus ilusiones o que complace sus prejuicios: «España se rompe», «nos invaden los inmigrantes», «la economía va mal».

Cuando algunos políticos califican a los oponentes de enemigos, traidores, desleales o ilegítimos, no necesariamente son la voz de una parte de la sociedad o el fruto de la polarización. No representan la ofensa o la deshonra, sino que precisamente, a través de sus palabras, crean el agravio para obtener su propia ventaja política. A fuerza de repetir esas gruesas palabras la retórica termina llegando al ciudadano, de manera que considera que representa una realidad, que, sin embargo, ha sido construida por el político. Se acusa al otro de ser enemigo de la democracia y, por tanto, cualquier medio para combatirlo es necesario y justo. Así, por ejemplo, Ayuso se permite decir que toda moderación es debilidad y la prudencia o la negociación es cosa de cobardes. El adversario pasa a ser enemigo al que no hay que derrotar en las urnas, hay que aplastarlo, expulsarlo para alcanzar la victoria completa.

Si se concibe la democracia como una guerra, acaba su razón de ser como espacio para la contención de la violencia. Lo dijo Lincoln: «No debemos ser enemigos... No debemos romper nuestros lazos de afecto». Ese concepto de enemigos es un viento que puede terminar convirtiéndose en una tempestad que arrase todo el edificio en el que antes vivían unos y otros. Pero la democracia no tiene reglas precisas para controlar el paso de adversario a enemigo, solo tiene una regla, que es la de creer y practicar la cultura democrática y saber que fuera de ella solo está el odio y la destrucción. Como la Historia nos recuerda cada cierto tiempo, las guerras las construyen quienes no morirán en ellas. No lo olviden.

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