Opinión | COSAS

La noche oscura

Han aflorado informes inquietantes, el brillo del cielo está aumentando casi un 10 por ciento anual

La heráldica y las banderas vienen trufadas de hazañas rebozadas en el mito. El municipio vizcaíno de Guetaria luce en su blasón una ballena arponeada, chirriante provocación para el conservacionismo, pero que remonta a la intrepidez de los marineros vascos e incita en la bruma de sus costas a buscar el fantasma de Moby Dick. El escudo de Inglaterra lo forman tres leones pasantes -uno de ellos incorporado por Ricardo I, el monarca que hizo de las Cruzadas su particular yincana-. Aquí no estamos exentos de fulgores mágicos, pues afincamos a Hércules en el escudo andaluz, el reclamo turístico de un semidios para hacerlo reposar después de su Doce Trabajos.

Más universal es el tirón de las estrellas. Estados Unidos ha ido adaptando su bandera a la incorporación de nuevos Estados, frente a la estrella solitaria que describe el orgullo levantisco de Texas. Europa ha sido más pragmática y se ha quedado con 12 estrellas amarillas para cerrar su círculo, para evitar más aspavientos con las altas y las bajas. Pero hay más aproximaciones astrales en las insignias identitarias. Las siete estrellas de la Comunidad de Madrid se inspiran en el carro de la Osa Mayor, para chulearse con el Madrid al Cielo y enorgullecerse de sus arrebolados atardeceres velazqueños. Y Australia también vindica con el firmamento el otro extremo del mundo, plasmando en su insignia las 6 estrellas más brillantes de la Cruz del Sur.

Sin embargo, las estrellas se están encareciendo para la evocación. La contaminación lumínica está propiciando otro vector de discapacidad. Esta semana han aflorado a los medios informes inquietantes, pues el brillo del cielo está aumentando casi un 10 por ciento anual. En la práctica, un niño nacido en una zona donde puedan observarse 250 estrellas, dentro de 18 años apenas podrá distinguir 100. Muy esproncediano este lamento ambiental, pues a babor encontramos la pérdida irremisible de los glaciares y a estribor una noche cada vez más ensuciada de neones y fogonazos. Esta saturación lumínica desorienta la migración de muchas aves y desnorta otros procesos de la naturaleza. Y a nosotros nos priva de otros intangibles. Si la geolocalización por satélite desborda las encomiables precisiones de la brújula, la orientación a capella de la Polar, o incluso acudiendo en marinería al sextante, es un ejercicio de amateurismo. No faltan aplicaciones en el móvil en el que se trazan las líneas de las constelaciones en la oscuridad, más fofo que un simple crucigrama sin la emoción de otear por ti mismo ese descubrimiento.

Vivimos una época en el que la idolatría a las pantallas táctiles hará exponencial la miopía. Y encontrar en una rendija la Vía Láctea será una granja escuela para nuestro asombro. Uno de los grandes placeres de mi juventud fueron aquellas marchas nocturnas entre Puente Nuevo y Villaviciosa, convertidos los acampados en pobladores de una aldea gala pues el cielo estrellado parecía caerse sobre nuestras cabezas. Tenemos en la provincia un activo no suficientemente explotado, esa contrastada minimización de la contaminación lumínica que ha valido la acreditación Starlight, poderoso argumento para favorecer el astroturismo.

En Fitur, Córdoba ha vendido su noche para favorecer las pernoctaciones, vindicando que no sea ave de paso de los tour operadores. Queda también esa noche oscura de su sierra, de los Pedroches o del Guadiato. Una noche oscura que no es precisamente del alma.

*Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor

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