Opinión | escenario

Día de Reyes

«Era una época a la que se podría aplicar la frase: éramos felices y no lo sabíamos»

Cuando mi padre y sus hermanos, Manuel y Rafael, vivían, el día de Reyes nos reuníamos todos, padre e hijos, para comer juntos en un buen restaurante. Mi padre, como mayor del grupo, hacía la reserva y allá que íbamos tan contentos, con nuestros regalos recién estrenados y la perspectiva de pasar unas horas felices. Los padres y madres satisfechos y orgullosos de la descendencia; los hijos e hijas --primos y primas entre nosotros-- con la alegre inconsciencia propia de la edad, cuando nos creíamos con toda la vida por delante --dos murieron en plena juventud-- y el futuro nos parecía inalcanzable de puro lejano. Era una época a la que se podría aplicar la frase, tan de moda que hasta ha servido para dar título a una novela: éramos felices y no lo sabíamos.

Cuento esto para explicar por qué, teniendo yo veinticuatro años, viví una experiencia de más difícil probabilidad que la de que te caiga un rayo o te toque el premio gordo de la lotería y lleves veinte décimos. Era un 6 de enero, día de los Reyes Magos. Había pasado varios días en Málaga participando en un belén viviente que organizaba el Teatro-Escuela ARA, siglas del nombre de su directora, Ángeles Rubio Argüelles, condesa de Berlanga de Duero. Precisamente en su honor, en el jardincillo desde el que puede verse el Teatro Romano, hay una placa que recuerda su incesante labor para la recuperación de este espacio, celebrando allí en el mes de julio, durante más de veinte años, los Festivales de Teatro Greco-Latino. Pero me estoy desviando de la cuestión, así que vuelvo al día de Reyes.

La cuestión es que, como tenía que asistir a la comida familiar, salí de Málaga a las siete de la mañana, antes de que amaneciera. Y ahora viene lo extraño: ni en las calles ni en la carretera hasta mi casa en Córdoba me crucé con un solo vehículo en movimiento; nada, ninguno. Eso ahora se describiría como paisaje apocalíptico, pero entonces no pensaba yo en eso. En primer lugar, no me di cuenta de la situación hasta que pasé por Antequera. Ahí ya empecé a escamarme: «si tengo una avería...». No había teléfonos móviles. Por otra parte, estupendo. Era la carretera antigua, un sólo carril en cada sentido. Ni retenciones ni adelantamientos ni frenazos. Llegué tranquila y relajada. En mi casa estaban a lo suyo, todavía desayunando, pero lo interrumpieron todo para venir a abrazarme: para ellos, el regalo de Reyes era yo.

*Escritora. Académica

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