MEMORIA DEL PASADO

La última Feria de Córdoba en La Victoria

Hace 30 años que la Feria de Nuestra Señora de la Salud se despidió del escenario histórico que tenía en el centro Y lo hizo con un eslogan que anunciaba su traslado

Francisco Solano Márquez

Francisco Solano Márquez

Algo más de 46 millones de pesetas gastó el Ayuntamiento en la última feria de la Victoria, celebrada entre el 23 y el 30 de mayo de 1993, de domingo a domingo. Aun así fue un negocio para las arcas municipales, que recaudaron 95 millones gracias al acuerdo con la Asociación de Feriantes. Un total de 62.000 bombillas iluminaron los espacios públicos, 4.000 de ellas en la portada, instalada en la cabecera de Puerta Gallegos y formada por tres arcos, que medían 18 metros de ancho por 8 de altura. En la calle del Infierno, a lo largo de República Argentina, se alzaron 23 aparatos grandes con motor; 86 casetas variadas, una veintena de ellas de tiro; y otro tanto de puestos de baratijas.

El técnico municipal de Ferias Antonio Blanco comenzaba a trabajar tres meses antes con la preparación de planos y replanteos de casetas y atracciones, que se empezaron a montar el 6 de mayo para que una semana antes del comienzo estuviera todo ultimado. «Los agoreros dicen que la feria de día, la de los caballos, las copas del mediodía y los bailes por sevillanas llegará a su final», recogía este periódico; pero los agoreros se equivocaron.

Ciclo taurino

Seis corridas -una de ellas de rejones-, tres novilladas con picadores y otra de promoción programó la empresa de Los Califas; en total, diez festejos. Hoy sería impensable un ciclo tan generoso. La novillada del 25 fue suspendida por falta de ganado idóneo.  

El interés de los aficionados se centró en los toreros cordobeses Finito de Córdoba y Rafael González Chiquilín, que atravesaban un buen momento de rivalidad; el primero toreó tres tardes y cortó tres orejas, y el segundo ninguna en dos. Triunfó el de El Arrecife el día 27, compartiendo cartel con José Miguel Arroyo Joselito y Enrique Ponce, con quien salió a hombros tras cortar una oreja a cada adversario. Pese al fallo con el acero, ay la espada, el crítico Ángel Mendieta escribió que «vuelve a ser el mismo», pues «se le ve con ilusión y con decisión», mientras que José Luis Rodríguez le dedicó un elogioso artículo: «Hacía tiempo -escribía- que no se aclamaba en Córdoba a un torero como ocurrió ayer», pero no mató a la primera, lo que le privó del premio máximo. El 28 se fue de vacío alternando con Emilio Muñoz y Espartaco. Por último, el sábado 29 se descolgó de la terna anunciada Manuel Díaz, herido en Madrid, así que el festejo se redujo a un mano a mano de los dos cordobeses. Rodríguez aseguraba que la reventa dobló el precio de las entradas. Pero la expectación no se tradujo en triunfos por culpa de las espadas, y Finito hubo de conformarse con un solitario apéndice. 

Aparte de los diestros citados completaron el elenco de matadores Manuel Caballero, Miguel Báez Litri, Jesulín de Ubrique, Niño de la Capea, Antonio Borrero Chamaco, Dámaso González, Víctor Mendes y Paco Delgado, estos tres últimos en corrida-concurso de ganaderías. El festejo más pródigo en trofeos fue la vistosa corrida de rejones, con participación de Javier Buendía, los hermanos Luis y Antonio Domecq y María Sara, que se repartieron seis apéndices y salieron a hombros. En cuanto a novilleros de la tierra, Alejandro Castro vio puerta grande con dos orejas y José Luis Moreno se conformó con una. Este periódico ilustró las faenas con un buen despliegue de fotos del histórico Framar, especialista en el género taurino.  

En una tertulia dirigida por Sánchez Romero en Radio Nacional unos aficionados echaban de menos la presencia en los carteles de Fermín Vioque, el torero de Dos Torres. El único percance registrado en el ciclo fue la cornada en un muslo que recibió a la puerta de toriles el mayoral de cabestros Francisco Molero, cuando participaba en la devolución de un toro a los corrales. El exigente jurado del trofeo Manolete declaró desierto el premio al triunfador del ciclo. A la feria taurina no le afectaría la mudanza a El Arenal, y continuaría celebrando sus festejos en el coso de los Califas, como desde 1965, en que se inauguró.

Un centenar de casetas

Parece increíble que en los jardines de la Victoria y Vallellano cupiesen cerca de un centenar de casetas (una fuente las cifra en 95 y otra en 97). Pero así fue. La mayor era la del Ayuntamiento, claro, con 3.500 metros cuadrados, seguida de Izquierda Unida, con 3.000. Una de las más populares fue la de Hermandades del Trabajo, que llevaba 37 acudiendo a la feria. Y una de las más animadas, la de la Federación de Asociaciones de Vecinos, que debutó aquel año. Abundaban las fotos de recepciones de autoridades, peñas, periodistas y otros colectivos, que mostraban lo atareados que andaban los concejales esos días yendo de caseta en caseta, un no parar. 

El Ayuntamiento dispuso que las casetas debían permanecer abiertas a todo el público «al menos hasta las 9 de la noche», una imposición municipal que desanimaría a algunos colectivos, pues las costeaban sus socios con mucho esfuerzo económico. En su caseta La Merced la Diputación homenajeó a un centenar de caballeros legionarios de la Agrupación Málaga que habían regresado de Bosnia-Herzegovina y «bailaron al son de otra música bien distinta a la del sonido de las balas y de los disparos de morteros», como escribió Manuel Guerrero. 

Desde que en 1974 la Expiración montara la primera, la presencia de casetas de cofradías de Semana Santa fue creciendo, hasta el punto de sumar diecinueve en 1993. El presidente de las hermandades, Juan Bautista Villalba, llegó a afirmar que la feria tenía más penitencia que la Semana Santa, pues «hay que estar detrás de la barra de una caseta, trabajando días y días, sin poder disfrutar con amigos y familias y sin recibir nada a cambio». Antonio Varo aseguraba que los beneficios de estas casetas permitían mejorar el patrimonio artístico de las cofradías y costear sus estrenos.

Partidos y sindicatos ya habían normalizado su presencia en la feria con casetas, lejos de aquellos tiempos de clandestinidad en que el Partido Comunista se amparó en las siglas del Parque Cruz Conde. Allí estaban las Nuevas Generaciones del PP, recordadas por sus valquirias, como señalaba Manuel Fernández, PA, PSOE, PCA, MCA, CCOO, UGT y el SUP, sindicato policial. Y es que las casetas eran un negocio, e igual que los cofrades se remangaban para pagarse los estrenos procesionales, políticos y sindicalistas necesitaban hacer caja para costear sus campañas electorales y otros fines, compañero.  

Como todos los años el Ayuntamiento celebró concurso de casetas. Las 75.000 pelas del primer premio se las embolsó la Peña Flamenca Fosforito, seguida de El Lagarillo, la Casa de Sevilla y Los Sénecas. Los premios a las mejores portadas los consiguieron El Tronío, La Merced y Cajasur. El certamen municipal también premiaba a las más populares, que, a juicio del jurado, fueron El Esparraguero, Claveles y Castañuelas, y Averroes. 

Por segundo año la Caseta Municipal acogió el taller de peluquería El moño cordobés, a cargo de la Agrupación Profesional de Peluqueros de Señoras, que en su primera edición peinó gratuitamente a cerca de un centenar de mujeres.

Otro certamen clásico fue el Concurso de Caballistas, con participación de medio centenar de centauros, cuyos primeros premios consiguieron el jinete José Ramón Rodríguez, la amazona Teresa Borreguero y la pareja formada por Antonio Alcaide y Nieves Fragero, sin olvidar la exhibición de carruajes, fuesen limoneras, troncos y otras modalidades, mientras que las Caballerizas Reales acogieron el Concurso Nacional de Enganches. La anécdota equina surgió en el canal del Guadalmellato, al que cayó un caballo con su jinete y hubo dificultades para sacarlos, hasta el punto que el animal necesitó la ayuda de una grúa. 

Las últimas ferias de la Victoria no tenían la dimensión rural de otras épocas, así que el tradicional mercado de ganado, limitado a cuatro días, se desterraba a la carretera de Palma. Tampoco faltaron los clásicos fuegos artificiales (tres sesiones nocturnas), aunque para no molestar a los pajaritos se trasladaron desde la vera del río a la calle Pintor Espinosa, como si no importara molestar a los trabajadores que tenían que madrugar. El quinto encuentro de Globos Aerostáticos reunió a doce en total, que despegaban de El Arenal y de la explanada del Fontanar. Una forma novedosa de hacer publicidad a 1.500 metros de altura como máximo.

Para desplazarse Aucorsa organizó un servicio especial con billete único a 125 pesetas que conectaba la feria con los barrios y se mantenía las 24 horas los días 26 al 29. La mayoría de la gente acudía a la feria a divertirse pero otros colectivos iban a trabajar, como los feriantes en sus infinitas variedades, el retén de bomberos, las dotaciones policiales y voluntarios de la Cruz Roja, que atendían la búsqueda y atención de niños perdidos. 

Ambiente

Antonio Varo contaba que los cubatas costaban 300 pelas; que debutó en las barras la cerveza Sureña; que la caseta del Círculo tenía aire de cortijo; y que el Muermo era «el amo y señor del lunes y el martes», pues ni las rebajas de las atracciones -a veinte duros muchas de ellas- «fue capaz de levantar los ánimos», a lo que también contribuyó el tiempo inseguro. Para Varo la feria empezó de verdad el jueves, cuando se vieron cruzando el puente «las primeras bandadas numerosas y coloristas de mujeres de todas las edades vestidas con el traje de gitana, maquilladas de lunares artificiales y con el pelo recogido en moños». Al joven escritor Vicente Luis Mora le decepcionó la feria del lunes, en que «la mitad de las casetas estaban cerradas, de las abiertas, la mitad sin terminar, y solo un tercio de las atracciones de la calle del Infierno estaban preparadas», pese a lo cual animaba: «Echaos a la calle. Es la última vez».

«Con mil pesetas y dos chiquillos no avanza usted ni tres metros en la calle del Infierno», aseguraba María Olmo en una crónica impresionista, pues un paseíto en los cacharros costaba 200 pesetas y si era en pony, 300. Los adolescentes se subían a la Cazuela gigante y los más audaces acudían a norias, montañas rusas, nubes voladoras y el Top Gun, que había triunfado en la feria del 92. Entre las golosinas figuraba la manzana acaramelada que los niños «tirarán a los dos metros». El sábado desembarcaban en la feria los cordobeses de los pueblos y llegaban las bullas. Y es que, en expresión de Rafael Valenzuela, «una feria no es feria sin bullas, sin empujones y sin estridencias sonoras». 

Leonardo Rodríguez conversó con algunos feriantes veteranos, como la churrera Luisa Rodríguez La Sevillana, veterana en la Puerta de Gallegos, que cobraba mil pesetas por una rueda de churros; la turronera lucentina Asunción López, quien le confesaba que «la mujer compra más porque es más golosa»; Joaquín Palacios, feriante de La Casa de los Espejos, que llevaba más de cuarenta años viniendo a Córdoba; y el feriante cordobés José Gálvez, que presentaba la novedad del Canguro. «La de Córdoba es una de las mejores ferias, pero la más cara en el terreno», se quejaba José María Borrel después de pagar casi millón y medio de pesetas por la parcela de una pista infantil. La lluvia aguó la feria algunos días, especialmente el martes 25, en que no dejó de llover en toda la mañana. Esas lluvias obligaron a las casetas a tender toldos para proteger al personal, pero acabaron creando un bochornoso efecto invernadero.

La última feria de la Victoria coincidió con la campaña de unas elecciones generales convocadas para el 6 de junio, así que junto a las noticias feriales el periódico publicaba anuncios y reseñas de mítines, entre ellos uno del PSOE («vota futuro») encabezado por Alfonso Guerra en el desaparecido Polideportivo de la Juventud. En plena feria Julio Anguita sobresaltó a muchos cordobeses al sufrir en Barcelona una angina de pecho cuando participaba en la campaña electoral, que obligó a su hospitalización. 

Despedida de la Victoria

La feria del 93 fue histórica por ser la última en la Victoria. Muchos cordobeses no acababan de creérselo porque desde hacía décadas se venía hablando del traslado. Se barajaron incluso terrenos, como Poniente o Tejavana, estos cerca de San Carlos, que en plena Transición fueron adquiridos por el Ayuntamiento con este fin, aunque finalmente se dedicaron a vivero municipal. Muchos cordobeses valoraban la centralidad urbana de la Feria pero al mismo tiempo eran conscientes de que estrangulaba la ciudad y originaba problemas de seguridad, por no hablar del destrozo que sufrían los jardines. Una lectora lamentaba en una carta al director que habían quemado una adelfa para instalar la montaña rusa, mero botón de muestra del disgusto generalizado que causaban los daños a los jardines para instalar algunas casetas, que se intentaba corregir exigiendo fianzas como garantía. En un editorial este periódico reconocía que el emplazamiento de la feria era «inadecuado para la convivencia», pues causaba «molestias al vecindario, obligado a soportar día y noche el fragor de la fiesta», y constituía un «bárbaro atentado contra los jardines del lugar» y un «peligro público por el caos circulatorio» que originaba en pleno centro, así que apostaba por el traslado.  

En su recepción a cofradías, peñistas y carnavaleros -así, todos juntos-, el alcalde, Herminio Trigo, les confesó: «Me acordaré toda la vida del lujo de tener la feria en la Victoria, pero con el cambio de sitio Córdoba va a ganar. Será una feria mejor que ésta si nos lo proponemos». Reveló Trigo que había sido partidario del traslado en el 93, «pero la comisión de seguimiento, cuyas indicaciones medito y sigo, me recomendó que no». Por su parte, el responsable municipal de la última Feria en La Victoria, el teniente de alcalde Francisco Paños, aseguró que «cerramos una época y se abre otra con muchos interrogantes pero también con mucha ilusión colectiva». 

El 31 de mayo este diario tituló en primera que «miles de cordobeses despidieron durante el fin de semana la última feria en la Victoria», junto a una fotografía de A. J. González que mostraba un paseo abarrotado, mientras el cronista social Leonardo Rodríguez resumió que «la feria se extinguió feliz y satisfecha». El periodista Francisco Sicilia comparaba los últimos fuegos artificiales con «millones de lágrimas motivadas por una despedida». Era la última feria de la «era victoriana». Pero «en la Victoria quedará energía», aseguraba el pintor Juan Cantabrana. Y desde su pedestal el Duque de Rivas «será el símbolo perpetuo de las ensoñaciones de miles de cordobeses que fueron cumpliendo años con cada edición de la feria en los jardines de la Victoria», como podía leerse en una columna sin firma. Y es que la del 94 sería ya otra feria, apellidada de El Arenal.

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