Opinión | Tribuna abierta

La España envejecida

La España envejecida es también la patrimonialmente rica. Una vivienda en propiedad supone la llave del tesoro

La deuda se ha disparado en España y la brecha social se agranda en función de la edad. La España envejecida es también una España patrimonialmente rica: la nuestra ha dejado de ser una tierra para jóvenes. De igual modo, se diría que tampoco es para la mediana edad ni para las familias; aunque aquí cabrían más matices. Dependiendo de la fecha de nacimiento (los cincuenta, los sesenta, los setenta, los ochenta...), cada década ha supuesto peores oportunidades laborales y condicionantes financieros más difíciles, con la vivienda como clave de esta honda sima que separa a los propietarios del resto. Dicho de otro modo, quien dispone de una casa cuenta con un tesoro que le abre las puertas de la clase media. Entre los jóvenes, cada vez hay menos que tengan esta suerte.

Un dato impactante señala que, a principios de siglo, más de dos tercios de los menores de 35 años habían adquirido una casa en propiedad. Hoy, el porcentaje se sitúa en torno al 30 %. Ese tercio perdido nos habla de una burbuja colosal y de un empobrecimiento masivo, tanto patrimonial como de imaginación moral.

Cuando éramos niños, o adolescentes, todos dábamos por supuesto que podríamos adquirir una casa con nuestro sueldo y con el apoyo de una hipoteca que no se prolongaría en exceso. Por supuesto, poco después descubrimos que ni los pisos del siglo XXI eran tan espaciosos como los de antes, ni la escalada de los precios permitía hipotecas de corta duración. Unos tuvieron más suerte que otros y la mayoría quedó entrampada en el pico de la burbuja. Las nuevas generaciones ni siquiera pueden soñarlo. Incluso los que disfrutan de salarios decentes difícilmente pueden competir con las elites globales en las ciudades de éxito (Madrid, Barcelona, Palma, Málaga, Valencia...), donde se concentran las oportunidades. Para muchos, una herencia es la única posibilidad de convertirse en propietarios. Este gran empobrecimiento colectivo de los jóvenes no se reduce a la vivienda, sino que apunta en muchas otras direcciones. Al no disponer de ahorros ni de auténtico poder adquisitivo, incluso un automóvil se ha convertido en un artículo de lujo. Será interesante comprobar en el futuro a qué capital financiero van a poder acudir en la vejez. Sin darnos cuenta, hemos ido perdiendo muchas de las garantías que dábamos por seguras al entrar en democracia.

Ninguna de las políticas de bienestar impulsadas por las administraciones públicas tendrá el efecto de la vivienda. Reducir la burocracia, liberar suelo, facilitar la edificación en altura, proteger el alquiler son medidas liberales -y no en exceso costosas- que ayudarían a incrementar la oferta. Un gran plan de vivienda pública, sobre todo en las ciudades con más demanda, se hace también imprescindible. El sesgo del gasto público hacia los segmentos más envejecidos de la población puede tener un sentido electoral; y, sin duda, el incremento de edad se encuentra relacionado con el gasto sanitario y de dependencia. Pero una sociedad necesita equilibrar el futuro con el presente y con el pasado. El precio a pagar por el presente no debe pesar sobre las generaciones más jóvenes. Y, si el oneroso endeudamiento público que se permite el actual gobierno tuviese algún sentido, este sería el de construir una sociedad que ofreciese más oportunidades a los jóvenes. Y ahí la vivienda, la calidad educativa y el I+D no pueden ser sino prioritarios.

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