Opinión | Para ti, para mí

Decálogo primaveral para vivir la Pascua

Celebrar la resurrección es tomar conciencia de un acontecimiento que sigue transformando nuestra historia personal, comunitaria y social

Cincuenta días dedica la liturgia de la Iglesia a conmemorar la Pascua de resurrección, en un ambiente gozoso y esperanzado. Celebrar la resurrección es tomar conciencia de que estamos inmersos en un acontecimiento que sigue transformando nuestra historia personal, comunitaria y social. Hoy, aquí y ahora, Jesús está vivo, presente y actuante en medio de nosotros. Porque la Resurrección es mucho más que un «final feliz»a la traición del Jueves Santo, al desastre del Viernes o al pesado silencio del Sábado Santo. Jesús no sólo resucitó venciendo traición, injusticia, sufrimiento y muerte... Jesús resucita ¡está vivo! en nuestro día a día y nos hace, como Él, capaces de vencer todo mal. A esta experiencia nos remite el Evangelio de este domingo. Una experiencia que aún siendo personal porque se fragua en el encuentro de cada uno con Jesús resucitado, se vive y se discierne en la comunidad de los creyentes. Jesús resucitado se aparece a los discípulos varias veces. Consuela con paciencia sus corazones desanimados. De este modo, realiza, después de su resurrección, la «resurrección de los discípulos». Y ellos, reanimados por Jesús, cambian de vida. La presencia de Jesús en nuestras vidas nos impulsa a vencer el miedo; a abrir las puertas y ventanas del corazón; a salir de nosotros mismos, a descentrarnos, transformándonos en testigos de la alegría, artífices del perdón, de la reconciliación y de la paz; nos mueve a la generosidad y a la solidaridad, haciendo que la oscuridad se transforme en luz, que la pesadumbre se vuelva esperanza. Quizá, hoy, muchos creyentes nos parezcamos demasiado a aquella primera comunidad atemorizada, cerrada en sus propios espacios, oculta, sin valor para confesar su fe y su experiencia en el espacio público denunciando injusticias, ofreciendo liberación y apostando por aquellos que son silenciados. Jesús se pone en medio de nosotros y nos regala su paz, después el Espiritu y finalmente las llagas, sus manos heridas y su corazón abierto. Al ponerse en medio nos recuerda que él es la fuente de vida, el único punto de referencia sólido, el factor de unidad, la vid en la que se insertan los sarmientos, el lugar donde se hace presente la misericordia del Padre, el compañero infatigable de camino. El apóstol Tomás, que se había perdido el primer encuentro de Jesús con sus apóstoles, aparece hoy en el Evangelio, con la «resaca»de un descreimiento inicial en la resurrección. Representa a esa caravana de agnóstico que exigen «evidencias y demostraciones»para creer y actuar. El agnosticismo es una búsqueda que termina en frustración. Aunque la postura más extendida en esta hora consiste sencillamente en «desentenderse»de la cuestión de Dios. Muchos de los que se llaman agnósticos son, en realidad, personas que no buscan. Xavier Zubiri diría que son vidas «sin voluntad de verdad real». Les resulta indiferente que Dios exista o no exista. Les da igual que la vida termine aquí o no. A ellos les basta con «dejarse vivir», abandonarse «a lo que fuere», sin ahondar en el misterio del mundo y de la vida. La postura del apóstol Tomás no es la de un agnóstico indiferente, sino la de quien busca reafirmar su fe en la propia experiencia. Por eso cuando se encuentra con Cristo, se abre confiadamente a él: «Señor mío y Dios mío». Cuánta verdad encierran las palabras de Karl Rahner: «Es más fácil dejarse hundir en el propio vacío que en el abismo del misterio santo de Dios, pero no supone más coraje ni tampoco más verdad. En todo caso, esta verdad resplandece si se la ama, se la acepta y se la vive como verdad que libera».

En este tiempo de Pascua entre aromas de resurrección y de vida, --el 8 de abril se celebra la «Jornada por la vida»--, nos vendrá bien repasar este «decálogo primaveral»y tomar buena nota de sus sugerencias: «Primera, contempla el cielo azul como paisaje lejano para encender sueños y crear proyectos; segunda, goza de la naturaleza en toda su belleza, aprendiendo sus leyes: esperar la semilla, acogerla, convertirla en tallo nuevo para que ofrezca frutos abundantes; tercera, paseando por veredas y pequeños caminos desiertos, piensa un poco en tu propio camino para alcanzar metas soñadas; cuarta, puebla tu mente de noticias optimistas, para huir así de un derrotismo, que tarde o temprano, nos conducirá al fracaso, si no actuamos con rapidez; quinta, cuida al máximo los sentimientos que fortalezcan un corazón noble, sabiendo que el amor es un manantial inagotable; sexta, ejerce, si es posible, un nuevo ministerio del que comienza a hablarse en los ámbitos pastorales: el «ministerio de la escucha»; séptima, intenta «escuchar»de viva voz, o «en diferido»a los que escriben en los periódicos, y especialmente, a esas grandes personas que son entrevistadas y nos «regalan»su saber y su buen hacer; octava, recuerda esta frase del papa Francisco: «la sonrisa es el primer paso para la paz»; novena, la primavera nos ofrece cada año un «tiempo de resurrección»: de ideales, de ilusiones, de valores; décima, recuerda el famoso proverbio: «Nadie es sabio si no dialoga con su propio corazón», lo que supone mirarnos por dentro, escuchar nuestra propia voz y alentar nuestros latidos». Este sencillo decálogo puede abrirnos a una vida de «resucitados», conforme a los versos del poeta: «La noche es larga pero ya ha pasado. / Vivir, dormir, morir: soñar acaso».

*Sacerdote y periodista

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