Opinión | HISTORIAS EN EL TIEMPO

Cataluña y Castilla

En Castilla, en los días otoñales, la luz solar no aplasta el colorido sin igual de sus campos y tierras

Sus inabarcables planicies, sus anchas llanuras sin cotejo alguno en el Viejo Continente, con la excepción, parcial, de las húngaras y de las gigantescas, aplastantes de Rusia, encuentran en Castilla en los días otoñales en los que la luz solar no aplasta el colorido sin igual de sus campos y tierras, el mejor escenario que quepa hallar en la geografía europea, reserva todavía inagotable de paisajes de encandilada belleza.

Es, pues, la temporada autumnal la más apropiada con el objeto de desentrañar su misterio y mensaje para las generaciones hodiernas, a la caza y captura de una visión dictatorialmente ecológica del solar de los antepasados.

En el siglo XX, muy rico en España en historiadores de gran talla, se disputaron ardidamente su trono dos descollantes medievalistas: el galaico D. Ramón Menéndez Pidal y el abulense D. Claudio Sánchez Albornoz. Por causas largas de explicitar en un volandero artículo periodístico y, por consiguiente, del todo aquí suprimibles, el segundo es el más cercano al aprecio del abajo firmante, sin que por ello el autor de ‘La España del Cid’ menoscabe un ápice su inmenso valor ante él y frente a cualquiera de los lectores más acribiosos y exigentes de la narración y difícil entendimiento del ayer hispano, por ambos apasionadamente amado y analizado de manera insuperable en sus muchas y todas ellas magnas obras.

En tal categoría es preciso incluir también el pequeño libro de D. Claudio Aún. ‘Del pasado y del presente’. Madrid, l984. Salido de una pluma ya nonagenaria y a punto de extinguirse, el latido de la más noble y encendida españolía estremece sus vibrantes páginas, en las que, obviamente, el tema catalanista, por entonces reverdecido con singular fuerza -tiempos de la cruzada convergente pujolista («Fer país»...)-, ocupa un lugar de honor. En uno de sus capítulos más impactantes concluía D. Claudio: «Soy partidario de la vida autónoma de todas las regiones que integran España. Somos una sola y única nación. La unidad política hispana estaba ya formada en el siglo IV con capitalidad en Tarragona. Y ya se reunían asambleas integradas por gentes de todas las tierras de Hispania. Pero nuestro extraño medievo, en apartada pugna contra la España islámica, ha creado matices regionales que debemos respetar. Franco acentuó el problema con su desacertada política unitaria. Pero ¡cuidado!, la vesania colectiva de alguna comunidad regional puede llevarnos a todos al abismo (...) Dios salve a la madre España» (p. 152).

Saberes y sentimientos los acabados de trascribir, estremecidos y de muy necesaria lectura para los millones de españoles -incluidos, por supuesto, los muchos y admirables que habitan y crean en la envidiable, desde incontables puntos de vista, Cataluña-. En estas horas conturbadas, el cálido testimonio se dibuja como señal luminosa de un porvenir venturoso y fiel en esencia a su más genuino pasado.

** Catedrático

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